Hoy la Iglesia recuerda especialmente a los arcángeles Rafael, Miguel y Gabriel.
Y ¿quiénes son estos arcángeles? Nos dice el catecismo que los Ángeles son seres espirituales y San Agustín dice respecto a ellos que “el nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel”. Ese oficio es el de portar la luz del Señor a la Iglesia Universal, ser un rayo de luz en la duda, cuando parece que nada encaja, que todo va mal: luz en la tiniebla. A estos 3 arcángeles se les encomienda tareas muy especiales:
Rafael acompaña a Tobías durante el camino y lo protege de todos los peligros, le ayuda a liberar a Sara del espíritu maligno y cura a su padre Tobit. Se le representa casi siempre como un peregrino.
Miguel ayuda al profeta Daniel en su lucha y dificultad (Dn 10, 13-21; 12,1) y también disputó con el diablo el cuerpo de Moisés; y fue Miguel quien venció a Satanás, expulsándolo del Cielo y arrojándolo al infierno.
Gabriel enseña al profeta Daniel el significado de las visiones y lleva el mensaje de Dios a Zacarías y a Santa María; es quien tiene ese privilegio de comunicar la hermosa noticia de que “hoy se encarna el Señor y se hace Hombre para redimir al mundo”
En la lectura que precede al Evangelio de hoy, tenemos dos posibilidades: Del libro del profeta Daniel, cuando en su visión nocturna ve al Hijo rodeado de los ángeles, y del Apocalipsis cuando Miguel vence con sus ángeles al dragón apodado el satanás; ambas exquisitas para un amplio espacio de tiempo contemplando la escena.
Y si con los entrantes y el primer plato aún tenemos espacio para pasar al segundo, el Señor nos tiene preparado el gran plato con el entrañable pasaje de Natanael. Una vez más el Señor nos demuestra que nos conoce mejor que nosotros mismos.
Ahora: ¿Quién era Natanael? Natanael significa “regalo de Dios”, llamado también Bartolomé; él fue uno de sus discípulos, uno de los 12, uno de los escogidos. Así como de otros discípulos sabemos a qué se dedicaban antes de conocer a Jesús, de Natanael no sabemos nada.
Hoy haces el papel de Natanael: estoy en mis cosas; alguien (un amigo, una madre, “Felipe”...) me invita a hablar con Jesús, y antes de que le cuente algo, antes de la primera palabra, Jesús me lo cuenta todo sobre mí: “he ahí”; me desarma. “Señor, ¿me conoces?” Y él me dice: “Antes de.... yo te vi”. Antes de que yo naciera, Él ya me amó y me deseó. Soy un regalo de Dios, soy uno de los suyos, uno de sus íntimos. Entonces le digo, con el paso del tiempo, poco a poco cogiendo fuerza: “Señor, yo creo en ti, y necesito hablar de Ti a los que me rodean”. Y el Señor me hace la gran promesa: “Verás cosas aún más grandes que éstas”; ¿aún más? Eso me hace aumentar mi fe y mi confianza, ¡y soñar con la santidad, y con hacer cosas grandes por los demás, desear y pedir lo inimaginable por el Reino del Señor!!! Y entonces Cristo completa su promesa: “En verdad os digo: veréis el Cielo abierto y los ángeles de Dios”; veréis el Cielo, entraréis en la Vida Eterna; orando con esta promesa uno tiene las fuerzas necesarias para reemprender el camino de la santidad, en el punto en que me haya detenido. Es la gran aventura de la vida. ¿Te atreves?
“Hilo por hilo, tejiendo va”. Dios nos conoce y tiene un plan para cada uno de nosotros con muchos hitos; no basta con ver uno, hay que buscar cuantos más, mejor, porque van hilando nuestra vida y forjando nuestro carácter, haciendo de guía por medio de la oración. Y cada plan tejido por Dios, con hilo invisible de amor, está el alumbrar con su luz toda oscuridad que haya en nosotros y en los demás para ver mejor su camino. “Si tú le dejas, que bien lo hará.” Dios es un rayo de esperanza para el que no está sordo a su voz: a veces un rayo de luminosidad que hace comprender mejor y que apenas se nota, pasando desapercibido; y otras veces un rayo de tormenta que agita y cambia toda la vida en un instante. Pues que nosotros también sepamos ser rayo de esperanza para los demás, que seamos “velas de sagrario” en las que no brillemos nosotros si no el fuego de Dios, desgastándonos por los demás. Unámonos a los ángeles y a los santos, y unidos a sus voces cantemos y proclamemos que el Señor nos ama, que el Cielo y la Tierra están llenos de su gloria y que serán bendecidos quienes vienen en su nombre.