En este breve Evangelio se nos narra cómo el Señor iba de ciudad en ciudad acompañado de los doce discípulos y de algunas mujeres. Quizás en nuestro rato de oración de hoy, podemos añadir nuestro nombre a esa pequeña relación de mujeres que nos cita el Evangelio con nombres concretos (Magdalena, Juana, Susana…) y que le seguían a causa de haber sido curadas por Él. Porque nosotros también hemos sido curados por el Señor. Hemos sido curados de nuestro pecado, de la soledad, de la desesperanza, del desamor. Aunque en algunos haya sido de manera preventiva como atestiguaba Santa Teresa de Lisieux, quien afirmaba que el amor de Jesús la había preservado de ser una gran pecadora.
También a nosotros el Señor nos ha curado de nuestros malos espíritus y enfermedades ¿quién puede afirmar que está libre por sí mismo de los malos espíritus? ¿Libre de las concupiscencias, tentaciones, envidias, rencores, iras? ¿Libre del espíritu de codicia, del vano honor, de la pereza, la vanidad, el egoísmo? De todo esto nos salva, nos libra, nos protege y nos cura el Señor.
San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, al caer en la cuenta de esto, de haber sido salvado y curado por Cristo, se plantea como una consecuencia lógica: “¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?”.
El Evangelio nos dice que estas y otras muchas mujeres, agradecidas: “le ayudaban con sus bienes”. ¿Y nosotros? ¿Cómo podemos ayudar al Señor? ¿Qué bienes tenemos?
En otro pasaje del Evangelio nos dice el Señor que lo que hagamos a uno sólo de sus hermanos a Él se lo hacemos. Por tanto, el que ayuda a su hermano, a su prójimo, ayuda al Señor mismo. Así de sencillo es.
¿Y cuáles son nuestros bienes? El mayor bien que tenemos es nuestro tiempo. Pero seguro que también tenemos otros, nuestras cualidades. La suegra de Pedro cuando en el Evangelio de hace unos días fue curada de la fiebre por el Señor, enseguida se puso a servirles. Fue curada, e inmediatamente se puso a hacer lo que sabía, servir.
Que cada uno en la oración se examine, mire de qué lo ha curado el Señor, y obre en consecuencia ayudando al Señor con sus bienes en la persona de su prójimo.
Así fue la vida de Aquella que, concebida sin pecado original, dedicó toda su vida a ayudar al Señor con sus bienes que de Él había recibido.