12 febrero 2015. Jueves de la cuarta semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

El salmo 47 que nos ofrece la liturgia eucarística de este día es un doble canto: a la Iglesia de la que formamos parte, y a la misericordia del Señor que recibimos a través de aquella.

El salmo nos muestra a Iglesia como “ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra, vértice del cielo, ciudad del gran Rey”.

Es conveniente que meditemos con frecuencia en este gran misterio de la Iglesia. Misterio que no puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia.

En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio -Iglesia purgante-, o con los que gozan ya -Iglesia triunfante- de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa -en la tierra y en el cielo- alabándola como Madre.

Amemos a nuestra Madre la Iglesia. Recordemos el dicho célebre de San Cipriano: no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre.

Y contemplemos cómo en la Iglesia se da la unión de las miserias humanas con la misericordia divina, Iglesia militante e Iglesia triunfante. Ella, la Iglesia, es el horizonte donde se une el cielo y la tierra, como lo expresa el poeta:

Jamás el cielo y la tierra 
se unen en el horizonte.
Jamás en él tierra y cielo
se dan abrazo tan noble.
Jamás ha de ser posible
que los falsos credos logren
que cielo y tierra se junten,
por mucho que lo pregonen.
Sólo la Iglesia de Cristo;
la que tiene por pastores
los que siguieron a Pedro...
sólo, tú, madre, dispones
del tesoro de la gracia
que torna el alma en albores.
Por ella y sólo por ella
logras lo que te propones:
¡Que cielo y tierra se abracen
en el corazón del hombre!

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