En este tercer domingo de pascua, retoma
el evangelio las lecturas de las apariciones de Jesús resucitado a sus
discípulos. De nuevo vemos cómo “se presenta Jesús en medio de ellos” con su
mensaje de pascua: “Paz a vosotros”. Y a pesar de que es Él, y de que se
presenta con un mensaje de paz, la reacción fue: “de miedo por la sorpresa”. A
menudo nos pasa esto, que cuando el Señor irrumpe súbitamente en nuestra vida,
nos alarmamos, nos asustamos y empezamos a dudar, de nosotros mismos, de su
existencia, de su presencia real en nuestras vidas, quizás también de sus
intenciones.
Pero el Señor, que conoce la pasta de la
que estamos hechos, no se alarma, no se asusta por nuestra falta de fe, nuestra
falta de entendimiento. Ante esto reacciona con su infinita misericordia. Es
más, parece que gracias a nuestras limitaciones y miserias muestra su lado más
misericordioso, más paternal. Lo vimos en el pasaje en el que, tras verle andar
sobre las olas, Pedro empieza a caminar también sobre las aguas y por su falta
de fe empezó a hundirse. La mano del Señor agarrada a la suya le sostuvo a
flote. O cuando aquellos dos que caminaban hacia Emaús no supieron reconocerle
en el camino ni entender las escrituras. O cuando, es el caso de la lectura de
hoy, se presenta Jesús en medio de ellos… y creían ver un fantasma. Lo
impresionante del actuar del Señor es ver cómo se abaja y se adapta a nuestras
pobres capacidades, a nuestra falta de fe y de esperanza. Hoy les dice a los
discípulos y nos dice también a nosotros: “Miradme”, “Palpadme”, “daos cuenta”.
Son tres imperativos. Es Él mismo quien nos lo dice, porque necesitamos creer
en su resurrección. No es suficiente con que nos lo cuenten, tenemos que
creernos de verdad que Jesús ha resucitado y está entre nosotros, en medio de nosotros,
y nos dice “paz a vosotros”. Como no acababan de creer, con una paciencia
infinita comió delante de ellos… ¡un trozo de pez asado! ¿Hay algo más insulso
que un trozo de pez asado frío? Pues Él lo tomó y comió delante de ellos. Con
razón dice la canción “es imposible conocerte y no amarte”. A veces hace falta
algo tan trivial para traspasar las apariencias, convertirse y creer. Y
nosotros, como termina el evangelio de hoy, somos testigos de esto.