Podemos empezar nuestro rato exclusivo con el Señor pidiendo el don de “andar en verdad”, al menos en el día de hoy. Que en la oración no nos pase como cierta vez le pasó a San Agustín en una playa, meditando sobre la Santísima Trinidad y cómo era posible que hubiera tres Personas en un mismo y único Dios.
En esto, se encuentra con un niño que, sentado en la arena, intentaba llenar con esta un cubito.
Agustín le pregunta:
- ¿Qué haces?
- Voy a poner toda la arena de esta playa en este cubito.
- Eso es imposible.
- No más imposible de lo que es para ti entender el misterio de la Santísima Trinidad.
Dicho esto el niño desapareció.
El mensaje es claro. La inteligencia del hombre no es suficiente para abarcar el conocimiento de Dios.
Ahora bien, nuestra fe no es liviana, se basa en hechos históricos solo explicables porque creemos en la revelación o por una tergiversación obcecada de los mismos. Por ejemplo: la resurrección solo se entiende si creemos que Jesús es Dios o inventando que los discípulos han robado el cuerpo, como se les indica que digan a los soldados que lo custodiaban. Con las evidencias históricas y científicas que conocemos, resulta más inverosímil negarla que creer en ella.
Pues aun así, ese creer no es posible solo con nuestras fuerzas, es un don de Dios. El hombre puede hacer algo para recibirlo, intentar ser humilde, el “andar en verdad” de santa Teresa. Dejar libre el corazón de ídolos para que pueda venir el Señor a morar en él y pedir la gracia.
Por Dios no va a quedar el darlo, pues “Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).
Este don lo recibió el diácono Esteban. El diácono en la Iglesia primitiva se dedicaba al servicio de los pobres. Es decir, es alguien dedicado a tareas humildes. No es un teórico de la fe, pero sí será un mártir por la misma. El elegido por Dios para la corona manifiesta con su tarea de diácono humildad y caridad.
Pues lo recibido por Esteban al exponerlo es de tal claridad y contundencia, que los “sabios de la sinagoga de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba”.
El evangelio que nos presenta la Iglesia para el día de hoy nos habla del alimento que perdura para la vida eterna. La gente sigue al Maestro porque les ha dado de comer, Jesús sabe que le quieren hacer rey de un reino temporal y se escapa de forma discreta, para esto atraviesa milagrosamente el lago.
Cuando le encuentran les invita a “trabajar por el alimento que no perece”, “el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”.
¿A qué alimento se refiere? a la fe.
Le preguntan: ¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Respondamos sin elucubraciones, tomando la contestación de la vida de Esteban: humildad y caridad.
Acabemos nuestras reflexiones con un coloquio con Jesús resucitado. San Ignacio nos lo precisa: “el coloquio se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas. Y decir un Pater noster”.