52 Jornada Mundial de oración por las
vocaciones consagradas
1. Oración preparatoria: hacemos la señal de la cruz y nos ponemos en la presencia de Dios.
Invocamos la ayuda del Espíritu Santo y rezamos mentalmente la oración
preparatoria de Ejercicios: “Señor, que todas mis intenciones, acciones y
operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de tu divina
majestad.” (EE 46)
2. Petición. “Dios todopoderoso y eterno, que has
dado a tu Iglesia le gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo, concédenos
también la alegría eterna del reino de tus elegidos, para que así el débil
rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor” (Oración
colecta de la Misa)
3. Puntos para orar: Mensaje del Papa Francisco para la 52 Jornada
Mundial de Oración por las vocaciones consagradas (26 de abril de 2015).
Queridos hermanos y hermanas:
El cuarto Domingo de Pascua nos presenta
el icono del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las
alimenta y las guía. Hace más de 50 años que en este domingo celebramos la
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la
importancia de rezar para que, como dijo Jesús a sus discípulos, «el dueño de
la mies… mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Jesús nos dio este mandamiento en
el contexto de un envío misionero: además de los doce apóstoles, llamó a otros
setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión (cf. Lc
10,1-16). Efectivamente, si la Iglesia «es misionera por su naturaleza» (Conc.
Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2), la vocación cristiana nace necesariamente
dentro de una experiencia de misión. Así, escuchar y seguir la voz de Cristo
Buen Pastor, dejándose atraer y conducir por él y consagrando a él la propia
vida, significa aceptar que el Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo
misionero, suscitando en nosotros el deseo y la determinación gozosa de
entregar nuestra vida y gastarla por la causa del Reino de Dios.
Entregar la propia vida en esta actitud
misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Por
eso, en esta 52 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, quisiera
reflexionar precisamente sobre ese particular «éxodo» que es la vocación o,
mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la
palabra «éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la
maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos, una historia
que pasa por los días dramáticos de la esclavitud en Egipto, la llamada de
Moisés, la liberación y el camino hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo ―el segundo libro de la Biblia―, que narra
esta historia, representa una parábola de toda la historia de la salvación, y
también de la dinámica fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la
esclavitud del hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que
se realiza en nosotros mediante la fe (cf. Ef 4,22-24). Este paso es un verdadero
y real «éxodo», es el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia, la
orientación decisiva de la existencia hacia el Padre.
En la raíz de toda vocación cristiana se
encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir
renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para
centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra
poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia
la tierra nueva. Esta «salida» no hay que entenderla como un desprecio de la
propia vida, del propio modo de sentir las cosas, de la propia humanidad; todo
lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en
abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice
Jesús: «El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer,
hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt
19,29). La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana
es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de
uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como un salir
del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y,
precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia
el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 6).
La experiencia del éxodo es paradigma de
la vida cristiana, en particular de quien sigue una vocación de especial
dedicación al servicio del Evangelio. Consiste en una actitud siempre renovada
de conversión y transformación, en un estar siempre en camino, en un pasar de
la muerte a la vida, tal como celebramos en la liturgia: es el dinamismo
pascual. En efecto, desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde el
peregrinar de Israel por el desierto a la conversión predicada por los
profetas, hasta el viaje misionero de Jesús que culmina en su muerte y
resurrección, la vocación es siempre una acción de Dios que nos hace salir de
nuestra situación inicial, nos libra de toda forma de esclavitud, nos saca de
la rutina y la indiferencia y nos proyecta hacia la alegría de la comunión con
Dios y con los hermanos. Responder a la llamada de Dios, por tanto, es dejar
que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino
hacia Jesucristo, principio y fin de nuestra vida y de nuestra felicidad.
Esta dinámica del éxodo no se refiere
sólo a la llamada personal, sino a la acción misionera y evangelizadora de toda
la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que
es una Iglesia «en salida», no preocupada por ella misma, por sus estructuras y
sus conquistas, sino más bien capaz de ir, de ponerse en movimiento, de
encontrar a los hijos de Dios en su situación real y de compadecer sus heridas.
Dios sale de sí mismo en una dinámica trinitaria de amor, escucha la miseria de
su pueblo e interviene para librarlo (cf. Ex 3,7). A esta forma de ser y de
actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale al
encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con la
gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y
necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, este éxodo
liberador hacia Cristo y hacia los hermanos constituye también el camino para
la plena comprensión del hombre y para el crecimiento humano y social en la
historia. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o
intimista que pueda confundirse con la emoción del momento; es un compromiso
concreto, real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al
servicio de la construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la
vocación cristiana, radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva
al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la liberación de los
hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús tiene el corazón
abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el Señor nunca es una
fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario, «esencialmente se
configura como comunión misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23).
Esta dinámica del éxodo, hacia Dios y
hacia el hombre, llena la vida de alegría y de sentido. Quisiera decírselo
especialmente a los más jóvenes que, también por su edad y por la visión de
futuro que se abre ante sus ojos, saben ser disponibles y generosos. A veces
las incógnitas y las preocupaciones por el futuro y las incertidumbres que
afectan a la vida de cada día amenazan con paralizar su entusiasmo, de frenar
sus sueños, hasta el punto de pensar que no vale la pena comprometerse y que el
Dios de la fe cristiana limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes, no
tengáis miedo a salir de vosotros mismos y a poneros en camino. El Evangelio es
la Palabra que libera, transforma y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso es
dejarse sorprender por la llamada de Dios, acoger su Palabra, encauzar los
pasos de vuestra vida tras las huellas de Jesús, en la adoración al misterio
divino y en la entrega generosa a los otros. Vuestra vida será más rica y más
alegre cada día.
La Virgen María, modelo de toda
vocación, no tuvo miedo a decir su «fiat» a la llamada del Señor. Ella nos
acompaña y nos guía. Con la audacia generosa de la fe, María cantó la alegría
de salir de sí misma y confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos
dirigimos para estar plenamente disponibles al designio que Dios tiene para
cada uno de nosotros, para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con
solicitud, al encuentro con los demás (cf. Lc 1,39). Que la Virgen Madre nos
proteja e interceda por todos nosotros.
4. Unos minutos antes del final de la
oración: Diálogo con la Virgen. Avemaría.
5. Examen de la oración: ver cómo me ha ido en el rato de oración. Recordar si he recibido
alguna idea o sentimiento que debo conservar y volver sobre él. Ver dónde he
sentido más el consuelo del Señor o dónde me ha costado más. Hacer examen de
las negligencias al preparar o al hacer la oración, pedir perdón y proponerme
algo concreto para enmendarlo.