NADIE TIENE AMOR MAS GRANDE QUE EL QUE
DA LA VIDA POR SUS AMIGOS (Jn 15, 13)
¿Sufre Dios? Ontológicamente, no; pero
psicológicamente sí. Pensemos en una madre junto al lecho de su hijo enfermo de
cáncer y agonizante. No sufre físicamente los dolores atroces que padece su
hijo, pero ¿qué duda cabe que está sufriendo psicológicamente?
Pues bien, podemos preguntarnos: ¿Hay
mayor amor que dar la vida por los que uno ama? Y la respuesta es que sí. Y es
esta: Dar aquello que más se ama. Recordemos: “Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo”. Y la Virgen al pie de la cruz hubiera preferido morir mil
veces antes que dar a su Hijo, verle morir. Entregar aquello que más se ama
denota mayor amor que entregar la propia vida.
Dios Padre al entregar a su Hijo y
contemplar su Pasión no lo ha hecho impasiblemente, sino condoliéndose con su
propio Hijo. Unido a su sufrimiento. Aunque sea en forma psicológica, no
ontológica.
Nosotros quizás no hemos pasado aún por
ver cómo Dios nos arrebata lo que más amamos. Y tengo que estar dispuesto a
ello. Dios nos pide, no que demos la vida, sino lo que más amamos.
Abraham, -dice san Juan de Ávila- subió
al calvario con Jesús. Abraham subió al monte con su hijo; y del monte bajó con
él. Dios se contentó con su obediencia. La Virgen subió al calvario con Jesús,
pero no le trajo a la vuelta consigo. Que allá lo dejó muerto.
La madre de Tobías pensó que su hijo
había muerto, y no pudiendo sufrir la soledad salía fuera y lloraba diciendo:
“¡Ay de mí, hijo mío! ¿Por qué te dejé ir, luz de mis ojos?”. Pero Tobías
volvió y abrazó a su madre.
La madre de los Macabeos les vio morir
como héroes y la permitían ayudarles a bien morir. La Virgen le vio morir como
malhechor y como blasfemo contra la ley de Dios. Y no la permitían acercarse a
Él.
Mil veces hubiera preferido la Virgen el
tormento de morir Ella, que ver “morir al Hijo amado que rindió desamparado el
espíritu a su Padre”.
Agar, errante con Ismael por el desierto
de Beerseba, faltándole agua, deja a su hijo junto a un arbusto y se aleja un
tiro de arco diciendo: “No quiero ver morir a mi hijito”. Y lloró con grandes
voces (Gen 21, 16).
Jeremías cantó la desolación de Raquel
que lloraba en Ramá a sus hijos, sin querer ser consolada porque ya no existen.
Cuando el padecer es inmenso, no se quiere consuelo.
A David, cuyas proezas cantaban las
doncellas, le falta valor para oír el relato de la muerte de Absalón. Loco de
dolor clama: “¡Hijo mío, Absalón; hijo mío! ¿Por qué no he muerto yo en tu
lugar? Absalón, hijo mío, hijo mío”. Y ante la muerte de su amigo Jonatán hizo
una elegía, pidiendo que no cayese más rocío sobre los montes, pues la flor de
Israel pereció sobre sus montañas.
Son sentimientos humanos. María, a toda
esta riqueza de sensibilidad, une la sublimidad de los dones que tiene como
corredentora. Si Agar deja a su hijo junto a un arbusto, María lo fija con su
aceptación al árbol de la cruz. Sin huir, queda fija, en pie. Rechaza como
Raquel todo consuelo humano, pero no se oyen sus llantos y lamentos al ver
perecer la flor de Israel. Bulle la elegía de David en su corazón: “¿Por qué no
he muerto yo en tu lugar?”. Pero sin retirar la aceptación de oblación al Padre
de su Hijo.
Contemplar a la Virgen. No se ha echado
para atrás. Sacar nosotros fuerzas de la contemplación de Ella. Para cuando
pueda venir sobre tu alma el que Dios te arrebate tu mayor amor, el que es
superior a tu vida, en la más dolorosa desolación y soledad, en agonía de
muerte, se dirige a su Padre y le dice: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Es la aceptación total del sacrificio.
Querido lector: Todo este drama, ha sido
padecido por ti y por mí. Si alguna vez Dios quiere reproducirlo en nosotros y
nos visita con la tribulación o el dolor, no le niegues tu aceptación. Repite
con la Virgen: “¡Aquí estoy! ¡Hágase!”