Jesús hoy en el Evangelio nos dice: “No
juzguéis y no seréis juzgados”. ¡Qué fácil es quejarse y criticar las
incomodidades que nos producen los defectos de los demás! Aunque sean pequeñas.
Jesús nos recuerda hoy que estamos en plena campaña de la Visitación. La
Virgen, acudiendo en ayuda de su prima no se acuerda de lo que dejan de hacer
los demás sino que solo piensa en lo que puede hacer Ella. Quizá la mejor
manera de vivir el no quejarse es acordarnos de cuántas veces nosotros podríamos
ser motivo de queja, tal como apunta el Evangelio: “¿Cómo puedes decirle a tu
hermano: `Déjame que te saque la mota del ojo´, teniendo una viga en el tuyo?”.
La humildad nos enseña el camino de la
alegría. Solo reconociendo nuestra condición pecadora, eso que ha olvidado el
mundo de hoy, será en nosotros natural la ausencia de queja. Y
brotará en nosotros una alegría que nace, no de nuestra perfección sino de la
confianza en la misericordia de Dios. Una misericordia que no solo perdona
nuestros pecados sino, que sobre todo, es capaz siempre de apostar porque
podemos ser santos. La misericordia de Dios que siempre está preparada para
transformar nuestro corazón.
Basta dejarse hacer, recogerse en la
Palabra. Las lecturas de hoy nos presentan un ejemplo maravilloso: el comienzo
del periplo de Abraham. Es impresionante meditar cómo un hombre mayor, con la
vida resuelta se decide a abandonar su hogar en seguimiento de un Dios que
apenas conoce. ¡Qué diferente con nosotros que tanto hemos oído hablar del plan
salvífico de Dios! La parquedad de las palabras del Génesis hacen más elocuente
la grandeza de espíritu de este hombre, nuestro padre en la fe. Ni una mención
a sus sentimientos, ni a lo que le constó tomar la decisión, ni a sus lágrimas
cuando abandonaba su hogar. Ni una palabra de a las protesta de su esposa por
una opción tan absurda, ni atisbo de las caras de sus vecinos al verse marchar
con todas sus posesiones. Nada. Un simple “Abrahán marchó, como le había dicho
Dios”.
Porque lo único importante es la fe que
le llevó a actuar como Dios le pedía. Una fe que no se basaba en sentimientos
sino en cumplir la palabra de Dios. Una fe que, probablemente, nacía del
sentimiento de pequeñez de un hombre cualquiera, consciente de sus limitaciones
y pecados, que se ve interpelado por la grandeza de Dios. Y se deja hacer. Dice
sí a la descabellada propuesta de Dios de cambiar su corazón, de transformar
totalmente lo que él era. Abraham nunca lo vio con los ojos carnales. Pero
nosotros sabemos que no fue un ganadero más de la Mesopotamia de su tiempo que
se perdió en el olvido de la historia. Porque se fio de que la misericordia de
Dios podía hacer de él el padre del pueblo más numeroso de la tierra. El padre
de los creyentes.
¿Nos fiamos también nosotros también de
que la misericordia traída por el Hijo es capaz de transformar nuestras vidas
del mismo modo que transformó la de Abrahán? En este mes de junio, ¿creo en el
amor de Dios para conmigo? ¿Confío en su Corazón?