22 junio 2015. Lunes de la XII semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Jesús hoy en el Evangelio nos dice: “No juzguéis y no seréis juzgados”. ¡Qué fácil es quejarse y criticar las incomodidades que nos producen los defectos de los demás! Aunque sean pequeñas. Jesús nos recuerda hoy que estamos en plena campaña de la Visitación. La Virgen, acudiendo en ayuda de su prima no se acuerda de lo que dejan de hacer los demás sino que solo piensa en lo que puede hacer Ella. Quizá la mejor manera de vivir el no quejarse es acordarnos de cuántas veces nosotros podríamos ser motivo de queja, tal como apunta el Evangelio: “¿Cómo puedes decirle a tu hermano: `Déjame que te saque la mota del ojo´, teniendo una viga en el tuyo?”.
La humildad nos enseña el camino de la alegría. Solo reconociendo nuestra condición pecadora, eso que ha olvidado el mundo de hoy,  será en nosotros natural la ausencia de queja. Y brotará en nosotros una alegría que nace, no de nuestra perfección sino de la confianza en la misericordia de Dios. Una misericordia que no solo perdona nuestros pecados sino, que sobre todo, es capaz siempre de apostar porque podemos ser santos. La misericordia de Dios que siempre está preparada para transformar nuestro corazón.
Basta dejarse hacer, recogerse en la Palabra. Las lecturas de hoy nos presentan un ejemplo maravilloso: el comienzo del periplo de Abraham. Es impresionante meditar cómo un hombre mayor, con la vida resuelta se decide a abandonar su hogar en seguimiento de un Dios que apenas conoce. ¡Qué diferente con nosotros que tanto hemos oído hablar del plan salvífico de Dios! La parquedad de las palabras del Génesis hacen más elocuente la grandeza de espíritu de este hombre, nuestro padre en la fe. Ni una mención a sus sentimientos, ni a lo que le constó tomar la decisión, ni a sus lágrimas cuando abandonaba su hogar. Ni una palabra de a las protesta de su esposa por una opción tan absurda, ni atisbo de las caras de sus vecinos al verse marchar con todas sus posesiones. Nada. Un simple “Abrahán marchó, como le había dicho Dios”.
Porque lo único importante es la fe que le llevó a actuar como Dios le pedía. Una fe que no se basaba en sentimientos sino en cumplir la palabra de Dios. Una fe que, probablemente, nacía del sentimiento de pequeñez de un hombre cualquiera, consciente de sus limitaciones y pecados, que se ve interpelado por la grandeza de Dios. Y se deja hacer. Dice sí a la descabellada propuesta de Dios de cambiar su corazón, de transformar totalmente lo que él era. Abraham nunca lo vio con los ojos carnales. Pero nosotros sabemos que no fue un ganadero más de la Mesopotamia de su tiempo que se perdió en el olvido de la historia. Porque se fio de que la misericordia de Dios podía hacer de él el padre del pueblo más numeroso de la tierra. El padre de los creyentes.

¿Nos fiamos también nosotros también de que la misericordia traída por el Hijo es capaz de transformar nuestras vidas del mismo modo que transformó la de Abrahán? En este mes de junio, ¿creo en el amor de Dios para conmigo? ¿Confío en su Corazón?

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