¡Oh, Señor, que no mire yo hacia atrás
por curiosidad! ¡Que mire siempre adelante que es donde está tu promesa! ¡Que
ponga los ojos solo en tu bondad, puesto que la tengo delante de mi cara todos
los días! ¡Cuántas bondades y bendiciones recibo de ti cada día! ¡Que no me
pierda, Señor, ni una!
Sí, para empezar este día la oración
podríamos comenzar con estas exclamaciones orantes. La mujer de Lot se equivocó
al mirar atrás, por dos cosas: por mirar y por desobedecer. En cambio, el
salmista sí que sabía: Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad. Los
hay, sin embargo, que aunque la tienen delante de los ojos no la ven. Se pegan
con una farola y no la han visto. Tienen la bondad de Dios a diario en mil
detalles de cariño y de atención y no los ven, creen que es la casualidad o la
fortuna. ¡Qué triste, vivir así! Los cristianos tenemos que rezar para que no
nos perdamos ni una sola de estas bendiciones diarias, porque de unos ojos
bendecidos crece un corazón agradecido.
Y hablando de ver, ¿os imagináis los
ojos de los apóstoles viendo a Jesús calmar la tempestad? Hay que reconocer que
bendiciones de estas no se ven a menudo, pero casi mejor, porque si a los
apóstoles viendo esto les costó creer, casi mejor creer sin ver y
quedarnos con el mérito de solo ver las bendiciones rutinarias. Pero no me digáis
que no es un milagro impresionante. Dios va manifestando, poco a poco, a sus
apóstoles quién es él: tiene poder sobre el agua y la convierte en vino, tiene
poder sobre las enfermedades y las cura, tiene poder sobre la naturaleza y para
los vientos, tiene dominio sobre la muerte de los demás y los resucita…, tiene
poder sobre su propia muerte y resucita…
Jesús va siguiendo una pedagogía
perfecta. Pero ni así, llegó el momento de su muerte y pensaron que todo había
acabado. Llegó el momento de su resurrección y hasta que no lo vieron uno a uno
no lo creyeron. No me extraña que al Señor de vez en cuando se le escapara
alguna increpación a estos hombres tozudos. Aquí los llama cobardes. No era un
insulto, claro, se trataba de despertar pedagógicamente su mente y animar su
corazón asustado.
Supongo que en el momento del milagro -a
mí me pasaría-, los apóstoles se quedarían de piedra. Sus ojos habían visto una
de las bondades de Dios. Sería bueno que nosotros nos quedáramos un rato con
los ojos cerrados “mirando” ese momento… Recobraríamos, como los apóstoles, la
fortaleza que perdida y aprenderíamos a confiar un poco más.
Podemos acabar rezando otras
exclamaciones: ¡Que tus milagros, Señor, me ayuden a creer más y a no dudar!
¿Quién soy yo para preguntar por qué haces un milagro u otro? ¿Quién soy yo
para quejarme de que yo no he recibido ninguno –cosa que por otra parte es
mentira? ¿Quién soy yo para pedir que los hagas…? Pues soy un hombre asustado,
que aunque veo cada día tus milagros, Señor, necesito que aumentes mi fe. Soy
un hombre que azotado por los vientos y las olas quieren seguir en tu barca,
porque sé que en ella no podemos zozobrar. ¡Dame, Señor, temple de pescador! La
pesca es tuya, calma las tempestades para que podamos recoger los pescados.