* Primera
lectura: Sigue
el ejemplo de Abrahán, que a Pablo le parece muy válido para reafirmar su
doctrina de la salvación por la fe y no por las obras. La fe del gran patriarca
no fue precisamente fácil. Tuvo un gran mérito, porque las dos promesas de Dios
-la paternidad a su edad y la posesión de la tierra- se hacían esperar mucho.
Como decía Pablo el sábado pasado, Abrahán "creyó contra toda
esperanza", contra toda apariencia. Y es esa fe la que se alaba en él, la
que se "le computa como justicia", o sea, como agradable a Dios.
Igual nos pasa a nosotros cuando creemos "en el que resucitó de entre los
muertos, nuestro Señor Jesús".
Cuando Pablo habla de "justicia" y
"justificación", "justicia"
equivale a santidad, gracia, ser agradable a Dios.
Con razón es llamado Abrahán "padre de los
creyentes" y le miramos como modelo de hombre de fe. Abrahán nos enseña a
ponernos en manos de Dios, a apoyarnos, no en nuestros propios méritos y
fuerzas, sino en ese Cristo Jesús que ha muerto y ha resucitado para nuestra
salvación. Como la Virgen María, que es para el NT el modelo de creyente que
para el AT era Abrahán, y a la que Isabel alabó por su fe: "dichosa tú,
porque has creído".
* Salmo: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre
misericordioso y Dios de todo consuelo, pues se ha manifestado hacia nosotros
con un amor constante y fiel. Por medio de su Hijo nos ha liberado de la
esclavitud de nuestros pecados y de la mano de todos los que nos odian.
Haciéndonos hijos suyos ha cumplido las promesas hechas a nuestros antiguos
padres. Justificados en Cristo y en Él hechos hijos de Dios sirvamos,
alabemos y bendigamos el Nombre de Dios desde ahora y para siempre. “Alabar, hacer reverencia, servir a
Dios...”
* Evangelio: Jesús no ha venido al mundo con el
encargo de dirimir los litigios jurídicos entre los hombres. Él se niega a
poner su autoridad en favor de esta o la otra opción, de este o el otro orden
social. Él viene a salvar a
los hombres, todos e integralmente. Viene a encender en el mundo el fuego del
amor, el que resolvería,
evitándolos, todos los litigios entre los hermanos (cf. 1 Co 6. 1-11).
El hombre se halla siempre tentado a buscar su salvación
en los bienes, en las posesiones, a poner en las riquezas su seguridad. El
discípulo debe estar siempre en guardia contra esta tentación insidiosa. Los
bienes no aseguran ni la misma vida. Menos aún la salvación. El hombre de la
parábola dialoga consigo mismo. Este diálogo falla en el orden de la salvación.
Le faltan interlocutores. No interviene Dios. Ni intervienen los demás hombres.
Querer resolver su destino a solas es insensato. Cristo nos enseña continuamente que
el objeto de la esperanza cristiana no son los bienes terrenos. Cristo mismo es
nuestra única esperanza. (1Timoteo 1, 1). Sólo
el que atesora bienes, que sean valores ante Dios y para los hermanos, se
muestra cuerdo, saca provecho para un futuro definitivo (cf. Mt 6. 19-21; Ap 3.
17-18).
Oración final: Dios todopoderoso, tú que inspiraste a la Virgen María,
cuando llevaba en su seno a tu Hijo, el deseo de visitar a su prima Isabel,
concédenos, te rogamos, que, dóciles al soplo del Espíritu, podamos, con María,
cantar tus maravillas durante toda nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.