Las lecturas de la Misa de hoy me
traen a la memoria la bula Misericordiae
Vultus con la que el papa
Francisco convocó el Jubileo de la Misericordia el día 11 de abril, porque nos
hablan también ellas hoy de la misericordia de Dios.
Nos dice San Pablo: “¿Quién podrá
apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?”.
No, nada de eso nos puede separar del
amor de Dios, porque no son las cosas que nos pasan o los acontecimientos que
nos suceden, los que nos separan del amor de Dios. Somos nosotros los que nos
separamos de Él, los que desconfiamos de su amor, de sus intenciones. ¿Por qué
ante una misma situación, ya sea de aflicción, angustia, hambre o peligro, hay
personas que confían en la misericordia de Dios y crecen en abandono, paciencia
y santidad, y otras en cambio se desesperan, se deprimen y amargan? ¿Por qué
unas crecen en entrega, resistencia y generosidad y otras aumentan su egoísmo,
su frustración y resentimiento?
Nada nos puede separar del amor de
Dios porque el amor de Dios nos envuelve por todas partes. ¿Puede uno
sumergirse en el mar y no estar completamente rodeado de agua por todas partes?
¿Hay algo que pueda evitar que el agua envuelva todo mi cuerpo? ¿Alguien puede
separarme del agua en la que me encuentro sumergido? Así es el Amor de Dios.
El problema es que no nos lo creemos,
por eso nos “resbala” el Amor de Dios. Aunque lo sabemos en teoría, realmente
vivimos como si Dios no existiera. Nuestro corazón no descansa en Dios, no
vivimos desde el amor de Dios. No vivimos en la seguridad de que nada,
absolutamente nada, podrá apartarnos del amor de Dios.
Ya en el Evangelio el Señor se duele
de esta desconfianza, cuando les dice a los judíos de Jerusalén: “¡Cuántas
veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo
las alas!” Es el lamento del amor no correspondido, no conocido, no
aceptado. El lamento de quien conoce nuestras heridas y miserias, y sabe cómo
curarlas y remediarlas.
Pero “Tú, Señor, trátame bien, por tu nombre”, nos dice el
salmo de hoy con santa “caradura”. Con la confianza que me da el saber que me
tratarás bien no porque yo lo merezca, sino “por tu nombre” porque tu
nombre es Amor.