Ofrecemos
nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón Inmaculado de Santa
María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos, alegrías y sufrimientos.
Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por las que se inmola
continuamente sobre los altares.
Hoy, la lectura del evangelio, nos pone a cada uno en
nuestro sitio que, al fin y al cabo, es el mismo: todos somos pecadores, somos
criaturas limitadas y el pecado siempre está al acecho. No sabemos lo que
hicieron esos galileos para que Pilato mezclara su sangre con la de los
sacrificios que ofrecían. Pero seguramente sus compatriotas pensarían mal de
ellos juzgando que, si así se los trataron, algo habrían hecho. Jesús nos pone
a todos en nuestro lugar. Todos somos iguales y si en algo parece que
destacamos es porque se nos ha dado. En otro sitio del Evangelio se ha firma
que, si algo de bueno hay en nosotros, se lo debemos al Espíritu porque de El
procede todo lo bueno que hay en el mundo y en el hombre.
El Papa Francisco escribió una vez que no somos propensos
a dar un poco de espacio a la comprensión y a la misericordia. Porque para ser
misericordiosos son necesarias dos actitudes: La primera es el conocimiento de
sí mismos: saber que hemos hecho muchas cosas malas: ¡somos pecadores! Y frente
al arrepentimiento, la justicia de Dios... se transforma en misericordia y
perdón. La segunda es tener vergüenza de nuestros pecados. Esto es una gracia,
el sentir vergüenza de nuestras faltas. ¡Cuántas cosas recibidas, cuántas gracias
y oportunidades y, sin embargo, qué poca fidelidad y amor!
Solo hay una solución: la conversión. Y aquí no hay
ambigüedades, si no nos convertimos, al final, pereceremos. Como la imagen del
viñador, que quiere dar una nueva oportunidad a esa higuera infértil, Dios
continuamente nos da gracias de conversión, a través de los acontecimientos, de
las personas que nos rodean, de nuestra madre la Iglesia.
Y la conversión es ser hombres de espíritu, como nos
indica la primera lectura de San Pablo, porque el Espíritu tiende a la
vida y a la paz. El Espíritu es comprensivo, tiene misericordia y no juzga a
los demás, es más, los pone por encima de uno mismo.
Nos encomendamos a Santa María, para que nos ayude a
comprender cuál debe de ser nuestra actitud hacia los demás, no a juzgar y
valorar sus acciones sino a ponernos a su servicio.