Estamos
a tres días de la Navidad. Pasado mañana celebraremos la Nochebuena, la buena
noche, la del nacimiento de Jesús. Nos venimos preparando desde hace más de
tres semanas. Pedir a María en este día que arda nuestro corazón, deseando
tener en nuestros brazos al verbo encarnado, a todo un Dios que por nosotros se
rebajó hasta hacerse hombre y nacer pobre en un portal de animales, haciéndose
un niño débil para ganarnos el corazón.
El evangelio de hoy es el Magníficat de María, y hace
sencilla nuestra oración: en forma de canción, o repitiéndolo lentamente,
recitemos el magníficat una vez, dos, las que sean necesarias.
Cuando nos cansemos, miremos a María y pidámosle su
humildad, su fe, su esperanza. Ella quiere concedernos la misma confianza en el
Padre misericordioso que ella tuvo. ¿Nos lo creemos?
Repitamos despacio lo que María dijo un día ante Isabel,
pero que no se había cansado de repetir en su vida:
«Proclama mi alma la grandeza
del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador;
porque ha mirado la humillación de su
esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras
grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros
padres
en favor de Abrahán y su descendencia
por siempre.»
Contemplemos a María camino de Belén, ya casi de nueve
meses, repitiendo de nuevo esta oración. Vamos a acompañarla en el camino,
vamos a recitarla con ella. Despacio, muy despacio.
Él nos auxilia, Él nos envía su auxilio, por siempre.
Esperémosle en silencio y adoración. Publiquémoslo con
nuestra vida.