El evangelio de hoy nos habla, entre
otras muchas cosas, de la providencia de Dios, y lo vemos encarnado en la
persona del viejo Simeón. De manera preciosa y en unas pocas líneas el
evangelio nos deja entrever cómo Dios ha ido entretejiendo los hilos de la vida
de cada uno de los personajes de este evangelio para que todos ellos confluyan
en el momento y en el sitio preciso y, aparentemente, por casualidad.
Nos dice el texto que, cuando llegó
el tiempo de la purificación los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén. Como
explican los teólogos la purificación de la Virgen no era estrictamente
necesaria ya que su embarazo y su parto habían sido producidos milagrosamente
y, por tanto, sin menoscabo de su pureza. Sin embargo, sí era necesario para
que coincidiera maravillosamente en el tiempo y en el espacio con Simeón. Este
vivía entonces en Jerusalén, nos dice también el texto, pero no sabemos si
siempre fue así o anteriormente vivió en otra ciudad. En cualquier caso, había
recibido un oráculo del Espíritu Santo que le había asegurado que no vería la
muerte antes de ver al Mesías. Y con esta esperanza vivía aguardando.
Misteriosamente fue impulsado por el
Espíritu a ir al templo, justo cuando entraban con el niño Jesús sus padres
para cumplir con él lo previsto por la ley. Dice Santo Tomás que, en Dios, lo
primero en la intención es lo último en la ejecución. Es lógico: si, por
ejemplo, yo quiero traer al Santísimo Sacramento a mi barrio o a mi facultad,
primero tendré que construir una capilla, luego pintarla, luego amueblarla,
luego pondré un altar y luego un sagrario para, finalmente, poner al Señor en
el sagrario. La intención primera es la que me lleva a dar todos esos pasos
previos que conducen a llevar a término mi intención.
Podemos suponer que la providencia
divina tejió un montón de hilos a lo largo de la larga vida de Simeón, y de la
de María y José, para acabar confluyendo en este episodio del evangelio de hoy.
Así es también en nuestra vida pesar
de todo lo que nos pueda parecer. Es el amor misericordioso del Señor el que
conduce nuestra existencia de manera misteriosa, pero providente, para
llevarnos a la plenitud. Es la promesa que mantenía vivo y esperanzado a
Simeón. Es la promesa que le hizo ver en un niño recién nacido al Salvador. Es
la promesa que nos hace Dios también a nosotros. Que sepamos vivir esperanzados
y descubrir la mano providente de Dios en los pequeños o grandes
acontecimientos de nuestra vida.