Ayer hemos celebrado el domingo de la Santísima Trinidad, es la
primera solemnidad del tiempo ordinario después de Pascua. El jueves pasado
celebrábamos la fiesta de Jesucristo sacerdote y sucesivamente celebraremos la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor y del Corazón de Jesús. En todas
estas celebraciones volvemos la mirada al misterio pascual de Cristo de una
forma completa, como haciendo síntesis, mientras que en el tiempo anterior lo
hemos hecho de forma sucesiva.
Durante las
lecturas del tiempo pascual Cristo nos ha ido llevando como de la mano a la
intimidad del misterio de Dios y su designio de amor y misericordia para con
nosotros; sobre todo mediante el evangelio según san Juan. Ahora realizado ese
itinerario gustamos el misterio mediante estas celebraciones postpascuales.
Tenemos
presente los misterios de nuestra salvación y así afrontamos la lectura de cada
pasaje de la Biblia y hoy el comienzo de la carta a los corintios y del sermón
de la montaña. “¡Bendito sea
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del
consuelo!” lo podemos afirmar
nosotros a la luz de la historia de la salvación y en medio de nuestras
dificultades acogernos al misterio pascual de Cristo como Pablo lo hace e
invita a sus discípulos de Corintio a hacerlo.
“Gustad y
ved qué bueno es el Señor”. Él nos acoge y nos llena de esperanza en que tiene
designios de misericordia y cumple sus promesas. El evangelio está lleno de
bienaventuranzas pero en el comienzo del sermón de la montaña se concentran como
pregón del advenimiento del Reinado de Dios. Vivir las bienaventuranzas es
vivir como Jesús, su misterio pascual que conduce a la realización definitiva;
lo han vivido los santos que son los que más han contribuido a hacer un mundo
mejor.
Pidamos en
este día asemejarnos a Jesucristo al afrontar las circunstancias de nuestra
vida y así alcanzar sus promesas y “ver a Dios”.