La Iglesia nos presenta hoy la primera de las fiestas que recogen
aspectos de la Pasión y Pascua del Señor. Hoy, recién acabada la Pascua, se nos
pide volver sobre algunos de los aspectos del acontecimiento cristiano más
importante. Acojamos esta fiesta muy unidos a la Iglesia, nuestra Madre, que
nos dirige y nos enseña en nuestra vida espiritual. Pongámonos en las manos de
tantos hermanos santos que comparten con nosotros la fe.
Concretamente
hoy celebramos el sacerdocio de Cristo, es decir, su mediación ante el Padre
para lograr nuestra reconciliación con Él. Para librarnos del pecado que nos
atenaza y nos impide vivir la caridad. El Evangelio de hoy posee una intensidad
muy peculiar. Cristo se ofrece a mediar por nosotros, se ofrece como sacrificio
que restablezca la alianza entre Dios y los hombres a pesar Suyo. Hoy puede ser
un buen día para volver acompañarle en este trance tan duro de su vida. Podemos
verle tentado por el Enemigo, Getsemaní es la gran hora de la tentación, con la
escena que contemplamos en la primera lectura: el sacrificio de Isaac: ¿el
sacrificio de Jesucristo o el sacrificio de Isaac? ¿Por qué Él, Jesús, que era
hombre sin pecado? ¿Por qué librar a Isaac −a cada uno
de nosotros− por tan
alto precio, el de la propia vida de Jesús?
El
Evangelio nos indica la razón que le llevó a Jesús a rechazar la tentación y a
aceptar el sacrificio: el amor al Padre. Es el Padre el que le envía, es el
Padre el que quiere que se restablezca la alianza buscando a cada uno de sus
hijos pródigos. Jesús acepta por cumplir la voluntad del Padre. Así
comprendemos mejor, las palabras de Jesús en los discursos de despedida que
leímos hasta la semana pasada: todo lo ha recibido del Padre y nada hace sin el
Padre. Jesús, su sacrificio redentor es un regalo del Padre. Jesús no nos
reconcilia con un Padre indiferente, sino con un Padre amoroso.