El salmo 115 que la liturgia de este
día nos ofrece la Iglesia se abre a una lectura cristiana personal o
comunitaria. Un salmo que trata de la vida que vence a la muerte, de cómo
estima Dios la vida de sus leales, y que se presta a una profunda reflexión en
el marco del Nuevo Testamento.
¿Qué vida estimó Dios Padre más que
la de su Hijo? Mucho le costaba, y sin embargo la entregó. Le ha salido cara
nuestra vida. Gracias a la muerte y resurrección de su Hijo, nosotros nos
emancipamos de la esclavitud de la muerte.
Rom 8,20 La humanidad está sometida,
no por su gusto, a la vanidad; pero con esperanza, porque la misma humanidad
será liberada de la esclavitud a la corrupción, para alcanzar la libertad
gloriosa de los hijos de Dios.
También nos ha liberado Jesucristo de
la esclavitud al pecado y la ley. Por ello, ¿cómo pagaremos al Señor por tanto
bien recibido? Para darle gracias debidas, levantamos la copa de la salvación.
Nos lo indica el texto paulino:
1 Cor 10,16 La copa de bendición que
bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no
es la comunión del cuerpo de Cristo?
Y por ello, en cada Eucaristía (del
griego εὐχαριστία, eucharistía, «acción
de gracias»), nos unimos al celebrante en ese momento solemne en que elevando
hacia lo alto el cáliz de salvación, eleva su súplica al Padre de las
misericordias diciendo: Por
Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
La vida del Mesías glorificado
«retorna» al lugar de su «reposo», junto al Padre, que «ha arrancado su vida de
la muerte, sus ojos de las lágrimas». También el cristiano está destinado a ese
reposo, donde dará gracias a Dios en la Jerusalén celeste.