Cuando vayas a orar pide gracia a Dios
nuestro Señor, para que todas mis intenciones, acciones y operaciones, se
ordenen puramente a su servicio y alabanza, más aún cuando llega la prueba.
Movidos por el Espíritu Santo, mirando y
siendo mirados por el Señor Jesús, digámosle: ¡enséñame a caminar tras de Ti,
cargando con la cruz!
Jesús nos invita a acompañarle en la
subida última a Jerusalén y a estar presente en su pasión, muerte y
resurrección: anuncia su destino final. Esto no lo podemos perder de vista
nunca.
Los discípulos reaccionan desde el
miedo, el temor…quizás también nosotros.
Se anuncia claramente el padecimiento de
Hijo del hombre; pertenece esencialmente al Reino, es voluntad del Padre.
El seguidor de Jesús necesita acoger
este aspecto en su vida. Jesús nos llama a ello, nos enseña a asumirlo. Hemos
de confiar totalmente en Él.
Nuestras maneras de entender el Reino
frecuentemente tienen poco que ver con lo que Dios hace.
Pero Jesús insiste a los discípulos:
Seguidme. Tomada la cruz, salir de vuestro propio amor, querer e interés y
caminad tras de mí.
Seguir y confesar a un Cristo sin cruz
significa que no somos discípulos de Jesús.
En nuestra oración es importante dejarse
enseñar por Él, especialmente en las situaciones duras y difíciles, inesperadas
que no nos traen éxitos, alabanzas, sino contradicción y fracaso.
Jesús los va y nos va introduciendo en
el misterio de Dios, del Dios de las sorpresas. Un camino de servicio, de
infancia espiritual, no de poder y vanagloria.
Nosotros, asiduos al encuentro con Él en
la oración, ¿seguimos teniendo capacidad de sorpresa? ¿de admiración? ¿de
confianza?
Que Nuestra Señora nos haga capaces de recibir y admirar siempre ese
misterio de dolor y gozo que es su Hijo, nuestro, mi Salvador.