Las lecturas de la Misa de hoy nos
hablan, de diferentes maneras, de la virtud de la caridad. Nos dice el autor de
la carta a los hebreos: “ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza”.
Pero ¿cómo ofrecer continuamente a
Dios sacrificios de alabanza sin volvernos locos? Pues él autor mismo de la
carta a los hebreos nos da una pista: haciendo el bien y ayudándonos
mutuamente, porque esos son los sacrificios que agradan a Dios. Es decir, no se
trata de estar continuamente haciendo sacrificios como los antiguos sacerdotes
en el altar del templo. Las mil oportunidades que nos ofrece la vida para
ejercer la caridad, ayudándonos mutuamente, son los sacrificios que agradan a
Dios. Y entonces, sí, porque ¿quién no tiene a lo largo del día mil
oportunidades de ejercer la caridad con los que le rodean, a menudo con
pequeños sacrificios? Que si sacar la basura, sacar a pasear al perro a horas
intempestivas, salir a por el pan, dejar el asiento del autobús a otro viajero,
coger la croqueta quemada de la fuente, o la pera más “pocha” del
frutero…
También nos dice la primera lectura, que
“obedeciendo y sometiéndonos a nuestros guías” hacemos un sacrificio de
alabanza. Más todavía nosotros en los tiempos que nos ha tocado vivir en los
que nuestros guías son aquellos que nos gobiernan y nos dirigen, y sabemos que
no siempre se desvelan por nuestro bien. Pues, sí, también pagando nuestros
impuestos, no evadiéndonos de nuestras obligaciones, obedeciendo las leyes y
colaborando en todo aquello que redunde al bien común, estamos ejerciendo la
caridad, aunque no siempre lo veamos.
Y, por último, el evangelio nos muestra
también a Jesús y sus discípulos ejerciendo la caridad en primera persona. Y se
ve que en aquella época también la gente vivía agobiada con estrés y sobrecarga
de trabajo, por lo menos en momentos puntuales, porque el evangelio nos dice
literalmente que “eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo
ni para comer”. ¡¡Ni para comer tenían tiempo!! De tal modo que el Señor se vio
obligado a sacarlos de allí “a un sitio tranquilo a descansar un poco”. Se vio
obligado porque realmente lo necesitaban.
Pero, también la caridad imprime un giro
a los planes del Señor y sus apóstoles cuando pensaban retirarse a descansar y
tomarse un tiempo para ellos mismos. “Al desembarcar, Jesús vio una multitud y
se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se
puso a enseñarles muchas cosas”. ¡Cuántas veces nos pasa esto a nosotros! Nos
vemos obligados a cambiar nuestros planes por ayudar al prójimo.
Se compadeció de ellos y, porque se
compadeció, “se puso a enseñarles muchas cosas”. Es decir, no se puso a
enseñarles con desgana, con fastidio, con prisa y malas maneras. Se puso a
enseñarles con ganas, dedicación, interés y, sobre todo, con tiempo. Lo más
valioso que podemos dar a los demás es nuestro tiempo. Lo único que nunca nos
podrá ser devuelto.
La caridad tiene ese don, el de unir las acciones más sencillas y prosaicas
de nuestra vida con las cumbres más elevadas de santidad. ¡¡Qué se lo digan a santa
Teresa de Lisieux!! Es el ejemplo que Jesús, como hombre, aprendió en la
Sagrada Familia de Nazaret, de mano de san José y María.