Espero que te ayuden estas palabras que
te pongo a continuación para llevar a cabo con fruto este rato de oración.
Sería bueno, si es posible, que realices tu rato de oración delante de Cristo
en la Eucaristía. Si no es posible porque no cuentas con esta posibilidad,
dedícale este tiempo al Señor en la soledad acompañada por Él.
Empezamos nuestra oración invocando al
Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el fuego
de tu amor”.
Como siempre en su Palabra, el Señor nos
manifiesta el amor infinito que nos tiene. En las lecturas de la Misa de hoy,
el libro del Eclesiástico nos dice: “El que teme al Señor obrará así,
observando la ley, alcanzará la sabiduría”. El que ama sobre todas las cosas a
Dios, obrará así y Dios le colmará de su sabiduría. Hay una frase que nos puede
ayudar a comprender esto y también como regla de vida en la relación con el
Señor, en el amarle y en poner nuestra confianza en Él: “ocúpate de las cosas
de Dios, que Dios se ocupará de las tuyas”. Haz lo que Dios quiere, que la
sabiduría de Dios lo colma todo. Haz lo que Dios quiere, porque si te fías de
Él, te vestirá de gloria y te alcanzará el gozo y la alegría.
El Salmo nos puede también ayudar a
continuar con esta meditación: “Contaré tu fama a mis hermanos; en medio de la
asamblea te alabaré”. ¿Cómo no vamos a contar a nuestros hermanos todas las
maravillas que Dios nos hace, llenándonos de su sabiduría que nos alcanza el
gozo y la alegría? Pues muchas veces nos pasa lo contrario. Recibimos todo del
Señor y nos paralizamos a la hora de contarlo a la asamblea, a nuestros
hermanos. Ahí están nuestras miserias. La miseria más grande es nuestra falta
de confianza en el Señor. Pídele al Señor la verdadera conversión de tu
corazón. La verdadera conversión es un don suyo, Él nos lo tiene que otorgar,
no lo podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas. Esta segunda conversión no
es ni más ni menos que la confianza plena y ciega en el Señor. Esto es que el
Señor lleve verdaderamente las riendas de mi vida, que sea Él el que hable por
mí, el que camine por mí, el que sirva por mí. En definitiva, es creer que Dios
me sostiene y que yo soy su bien más preciado, es decir, el confiar en Él.
El Evangelio también nos ayuda a meditar
en este sentido: ¿Quién es el que alcanza la Sabiduría?, ¿a quién se le revela
Dios? No se revela a los sabios y a los entendidos, sino a los pequeños y
humildes de corazón que confían en Dios, a los miserables. Dios nos dice que
aprendamos de Él. Jesucristo debe ser nuestro modelo: manso y humilde de
corazón. Mansedumbre y humildad. Dios se abajó, Dios siempre baja, y baja hasta
la más profunda humildad. Bajó y se hizo hombre en el lugar más humilde. Bajó
en el Jordán para ser humildemente bautizado, aun con la contrariedad de San
Juan Bautista. Bajó al caer en la Via Sacra, ofreciéndose por
nuestros pecados. Y bajó al Sheol a rescatar a los que
esperaban que se abrieran las puertas del Cielo para la Salvación. El modelo es
Él; y como decía S. Carlos de Foucauld “debemos por lo tanto bajar como Él para
ser levantados por Él”. O como siempre nos ha insistido nuestro querido
Abelardo de Armas: “El subir bajando”, hay que bajar para subir.
Le pedimos a la Virgen María que nos
guíe por el camino de la verdadera humildad para asemejarnos así, con la gracia
de Dios, cada día más a Jesucristo.