“El Señor escucha la oración del
oprimido, no desdeña la súplica del huérfano ni el lamento de la viuda.”
Eso nos recuerda la primera lectura de
la misa de hoy, y nos puede ayudar a comenzar la oración, haciéndonos caer,
tras ponernos en la presencia del Señor y ofrecerle todo nuestro día, en la
necesidad de reconocernos nosotros mismos oprimidos, huérfanos y viudos.
Sería bueno situarnos en la época de
Jesús, por supuesto mucho menos garantista que nuestras sociedades
occidentales, y reconocernos en las penosas situaciones de los más despreciados
y abandonados de la sociedad. Aunque no es difícil que conozcamos casos
similares en nuestros días, relacionados con la situación a veces insostenible
de los migrantes, de los sometidos a la explotación sexual o a la dictadura de
los cárteles de la droga. O simplemente recorrer los lugares de ocio de
nuestros jóvenes y bucear en el fondo de sus almas, rotas y desesperadas de
encontrar la paz o la felicidad que tan ansiosamente buscan.
Solo así, con el corazón humilde,
reconociéndonos necesitados ante el Señor, nuestra oración de hoy subirá y
alcanzará su destino, y el Altísimo la atenderá. Porque si el afligido invoca
al Señor, él lo escucha.
Esa actitud del corazón nos ayudará a
entender mejor las palabras de san Pablo en su carta a Timoteo. A comprender lo
que él entendió, que en medio de las dificultades, cuando todos le dejaron
sólo, sólo el Señor estuvo a su lado y le dio fuerzas para proclamar el
evangelio.
Pidamos al Señor a través de María, en
este último domingo de un mes especialmente misionero, la fortaleza que le
concedió a san Pablo para anunciar plenamente el mensaje- Muchas veces nos
desanimamos en nuestras tareas, o porque esperamos ver el fruto y el Señor lo
mantiene escondido, o porque nos desencantamos ante desencuentros entre los
mismos evangelizadores, o ante lo que vemos como trabas a nuestra labor y
muchas veces no son sino pequeños eslabones de una cadena que Jesús tiende a
nuestro alrededor para ir haciéndonos cada vez más pequeños. Confiemos en que
el Señor guía nuestros pasos y, como a san Pablo, nos librará de toda obra mala
y nos llevará a su reino celestial.
Pero es la parábola del evangelio, la
del fariseo y el publicano, la que debe tener un lugar importante en nuestra
oración de hoy. Saborearla despacio, haciendo pausas, dejando que empape
nuestra alma. Y repitamos despacio, muchas veces: “¡Oh Dios!, ten compasión de
este pecador”.
María, enséñanos el caminito de Teresa
de Lisieux, el de las manos vacías de Abelardo, que se consume poco a poco en
una continuidad del ofrecimiento que un día hizo de querer ir al cielo sin
nada, confiado únicamente en la misericordia divina.
¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador.