Empezamos nuestro rato de oración
ofreciendo las actividades del día de hoy, recordando qué voy a hacer cuando me
dirijo a la oración, con quién voy a hablar en ese momento, cuál sería la
postura más acorde, todo ello sin olvidarnos de pedir ayuda al Espíritu Santo;
finalmente apoyarnos en nuestros intercesores.
Como llegamos inquietos y
precisamos la serenidad, podemos recordar cómo Jesús manda calmar las aguas y
trae sosiego a la barca de Pedro. Tengamos fe y estemos seguros de que lo mismo
puede hacer en nuestra alma. Imaginemos esa escena y sentémonos a dialogar con
Jesús, la barca sosegada y tranquila, el mar suave, el sonido de las olas
armónico. Toquemos, con la vista imaginativa, la madera de la barca, sintamos
la brisa suave en la cara y el olor del mar.
Comentemos con el maestro, sentados
junto a Él, el evangelio de hoy, su Palabra, que nos habla sobre la eficacia de
la oración. Nos propone la necesidad de orar para obtener favores del cielo,
compara al orante con un niño que pide cosas a su padre. El padre de la tierra
quiere cosas buenas para su hijo y entiende que debe darle lo que le haga
crecer en todos los sentidos.
La conclusión está clara, ningún padre
dará a sus hijos, cuando le piden cosas buenas y necesarias, cosas malas.
Si esto lo hace un padre de la tierra,
¿qué hará por nosotros el Padre del cielo?
Dios es mi Padre, cantan las carmelitas. Si Dios cuida de mí que me puede faltar,
ni un instante pues me deja de mirar. Siguen cantando. Mi vida
suya es, cual diestro tejedor, la va tejiendo Él, con infinito amor. Con
esta canción, las carmelitas demuestran haber llegado al corazón de nuestra
relación con Dios. No necesitan muchas elucubraciones, lo importante es que
Dios es un Padre bondadoso y está dispuesto a darnos lo que necesitemos para
nuestra santificación.
Me vienen a la memoria unas personas que
conocí un verano; Carlitos y su padre. Carlitos era un “tiarrón” que aparentaba
tener un cuerpo de unos cincuenta años, cerca de dos metros de estatura, pelo
canoso. En este cuerpo habitaba un niño de no más de cinco o seis años. Cuando
Carlitos llegaba al borde de la piscina, frotaba sus manos, gritaba
mesuradamente, manifestando una alegría desbordante por el baño que a
continuación se iba a dar. Su anciano padre se sentaba, cerca del borde de la
piscina, donde Carlitos se acercaba una y otra vez, cruzando el agua, en una
mezcla de natación y saltos. De vez en cuando preguntaba, a su padre: “¿Me
salgo para comer?” Y el padre le contestaba: “Todavía no” y Carlitos contento
volvía a frotarse las manos, reírse y cruzar la piscina. Me llamaba la
atención, esa relación tan estrecha entre el hombre-niño y el anciano padre. El
hombre-niño se fiaba por completo del anciano, al que adoraba, sabía que de su
padre solo podía recibir bondad. El hombre anciano derrochaba ternura hacia su
hijo y hablaba de él con orgullo: “Le gusta mucho la piscina”.
Esta relación paterno-filial me recuerda
la canción de las carmelitas, cambiaría la palabra Dios por Padre. Si
mi Padre cuida de mí qué me puede faltar, ni un instante pues me deja de mirar.
Quédate en silencio, con la canción de
las carmelitas de fondo, siente o pide sentir la ternura de tu Padre, Dios.