Con la fiesta del Bautismo del Señor que
celebramos en el segundo domingo de enero se cierra el tiempo de Navidad para
introducirnos en la liturgia del tiempo ordinario. En la Navidad y Epifanía
hemos celebrado el acontecimiento más determinante de la historia del mundo
religioso: Dios ha hecho una opción por nuestra humanidad, por cada uno de
nosotros, y se ha revelado como Aquél que nunca nos abandonará a un destino
ciego y a la impiedad del mundo. Esa es la fuerza del misterio de la
encarnación: la humanidad de nuestro Dios que nos quiere comunicar su divinidad
a todos por su Hijo Jesucristo. La escena del Bautismo de Jesús, en los relatos
evangélicos, viene a romper el silencio de Nazaret de varios años (se puede
calcular en unos treinta). El silencio de Nazaret, sin embargo, es un silencio
que se hace palabra, palabra profética y llena de vida, que nos llega en
plenitud como anuncio de gracia y liberación. Comienza a visibilizarse la
salvación. Los ciegos ven, los cojos andan, los cautivos salen de las tinieblas
de la prisión…
De las lecturas de la liturgia de hoy,
debemos resaltar que el texto profético, con el que comienza una segunda parte
del libro de Isaías (40) -cuya predicación pertenece a un gran profeta que no
nos quiso legar su nombre, y que se le conoce como discípulo de Isaías (los
especialistas le llaman el Deutero-Isaías, o Segundo Isaías)-, es el anuncio de
la liberación del destierro de Babilonia. Este mensaje, después, se propuso
como símbolo de los tiempos mesiánicos, y los primeros cristianos acertaron a
interpretarlo como programa del profeta Jesús de Nazaret, que recibe en el
bautismo su unción profética.
Podemos poner palabras al Señor, con el
salmo:
Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco. Mi Hijo amado .
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco. Mi Hijo amado .
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».
Y como hijos en el Hijo escuchadlas
nosotros. Nosotros somos también sus hijos muy amados. Amados hasta el extremo
que se intuye en el salmo, porque el Hijo no vacilará en dar la vida por
nosotros. Hará justicia muriendo por nosotros. El que no necesita de bautismo,
recibirá el bautismo porque se acerca tanto a nosotros que ha querido compartir
con nosotros los efectos del pecado. El no sólo se hace carne, sino que en su
carne recoge todas las consecuencias del pecado. Él nos podrá salvar porque
siendo hombre es Dios.