Primera lectura: Acosado David
por la envidia y la locura de Saúl se ve obligado a llevar la vida casi de
fugitivo. David huye, trata de hacerse invisible, se esconde en las cuevas y
arma trampas astutamente.
Pese a todo, David perdona a Saúl el
daño que quería hacerle. Con tres mil hombres persigue Saúl a David, y aunque
David tuvo la oportunidad de vengarse se contenta con cortarle una punta del
manto.
David es un hombre que contrasta con su
época. No se deja llevar por la violencia ni el odio. Sabe ser generoso con su
perseguidor. David vive ya un valor evangélico esencial. «Perdónanos nuestras
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. «Amad a vuestros
enemigos, haced bien a los que os odian.»
Además del perdón, hay aquí otro valor
evangélico también esencial: el respeto a la vida. Ante su adversario que quiere su muerte, David
se niega a matarle. No es necesario ser cristiano para reconocer en todo
hombre una dignidad eminente. El respeto a la vida es patrimonio de la
humanidad. Pero ha sido preciso que Cristo nos revelara toda su profundidad.
En el más pobre, en el más sucio y
descuidado, en el más inhumano, en el más pecador, Jesús veía siempre a «un ser
amado de Dios». Es ésta una moral nueva, que
apunta ya en el corazón de David, el antepasado del Mesías. «Sed
misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso». Imitar a
Dios. ¡Qué empresa! Jesús en su persona, «derribó el odio y la enemistad»
(Efesios 2, 14).
Salmo: Dios es
nuestro poderoso refugio; quienes confiamos en Él jamás seremos defraudados. Sin
embargo, esto no elude nuestras responsabilidades, ni puede hacernos temerosos
en el anuncio del Evangelio porque Dios nos quiere fuertes en la fe y en el
testimonio de la Buena Nueva que nos ha confiado. Si confiamos en
Él, Dios nos levantará victoriosos al final del tiempo. Nosotros
buscamos anunciar el Evangelio, aceptando, con amor, todas las consecuencias
que podrían llegarnos como consecuencia del cumplimiento de la Misión que el
Señor nos ha confiado.
Evangelio: Nos ayuda
este texto de Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897)
carmelita descalza, doctora de la Iglesia, Manuscrito A, 2 rº -vº sobre El
misterio de la vocación:
“No voy a hacer otra cosa sino: comenzar
a cantar lo que he de repetir eternamente -¡¡¡las misericordias del Señor!!!
(cf Sal 88,1) ...Abriendo el Santo Evangelio, mis ojos han topado con estas
palabras: “habiendo subido Jesús a un monte, llamó a sí a los que quiso; y
ellos acudieron a él.” (Mc 3,13) He aquí, en verdad, el misterio de mi
vocación, de toda mi vida, y el misterio, sobre todo, de los privilegios que
Jesús ha dispensado a mi alma... Él no llama a los que son dignos,
sino a los que le place, o como dice san Pablo: “Dios tiene compasión de quien
quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No es, pues,
obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de
misericordia.” (Rm 9,15-16)
Durante mucho tiempo estuve
preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las
almas recibían las gracias con igual medida. Me maravillaba al verle prodigar
favores extraordinarios a santos que le habían ofendido, como san Pablo, san
Agustín, y a los que él forzaba, por decirlo así, a recibir sus gracias; o
bien, al leer la vida de los santos a los que nuestro Señor se complació en acariciar
desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo que pudiera
serles obstáculo para elevarse a él... Jesús se dignó instruirme acerca de este
misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza, y comprendí que todas
las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de
la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su
encantadora sencillez...Jesús ha querido crear santos grandes, que pueden
compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más
pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas
a recrearle los ojos a Dios cuando mira al suelo. La perfección consiste en
hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos”.
ORACIÓN FINAL:
Dios todopoderoso y eterno, que en la
gloriosa Madre de tu Hijo has concedido un amparo celestial a cuantos la
invocan, concédenos, por su intercesión, fortaleza en la fe, seguridad en la
esperanza y constancia en el amor. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.