¡Qué contraste entre los cálculos y los
proyectos humanos y los gustos y las maneras de actuar del Señor! A nosotros
nos gusta lo espectacular y llamativo, lo extraordinario y aparatoso; al Señor,
en cambio, le gusta el ritmo sencillo y silencioso de la naturaleza, el
despertar progresivo del amanecer diario, el rumor del viento que no sabes de
dónde viene ni a donde va.
Esta pedagogía del silencio y del
ocultamiento confiado la enseñó Jesús con su propia vida, encerrada durante 30
años en el vivir ordinario de los hombres comunes, así también lo hizo con su
Madre, la Virgen, y con su padre, San José. Es la lección de la vida oculta en
Nazaret.
El ocultamiento o anonadamiento de Dios
en nuestra vida es un misterio de fe. Jesús nos enseña a vivirlo con esperanza,
con confianza ciega en que el Dios todopoderoso sigue actuando siempre, también
cuando su obrar parece imperceptible.
¿Por qué este silencio de la acción de
Dios, esta falta de brillo exterior, de eficacia contante y sonante? Tal vez a
Dios le interesa nuestra entrega confiada, nuestra fidelidad cotidiana, la
perseverancia en la pequeñez de lo ordinario. Ante Dios siempre somos pequeños,
“unos pobres siervos”, cuya misión es colaborar con la obra de Dios. Y lo
primero es dejarse hacer, permanecer disponibles a la voluntad de Dios, saberse
niños en sus manos, de modo que la acción de Dios en nuestra vida y en el mundo
pueda realizarse sin intromisiones indebidas de los que se creen justos. En
definitiva, es fiel el que permanece pequeño en la presencia del Señor.
Dios nos ama y eso basta. Recordando al
pobrecillo de Asís, a San Francisco, cree en el Amor de Dios y se transformará
tu corazón. La gran historia del Reino de Dios no parará de crecer en ti y en
los demás.