Podemos empezar nuestra oración pidiendo
el don de ver, con la “vista imaginativa”, al niño-Dios en su pesebre de Belén.
Mientras preparaba estos puntos, he leído el evangelio de Juan y me imaginaba
hacerlo mirando la carita del niño del pesebre. Paz y consuelo, se reciben al
saborear que En el principio estaba el Verbo y mirar al
Verbo, que es ese niño que te devuelve la mirada. Es tan pequeñito, que apenas
abre los ojos.
Ese principio no es el inicio de la
creación, es la eternidad de Dios, nos explica Benedicto XVI en Verbum
Domini. Luego ese niño indefenso, tiene en su interior al que ha existido
desde siempre. ¿Puede haber mayor manifestación del amor de un Padre buscando
el cariño de su criatura, una criatura que existe gratuitamente por expresión
del amor de Dios?
Demandaremos conoscimiento interno (Ej.104),
como nos enseña s. Ignacio, para entender la escena que tenemos delante. Ese
tipo de conocimiento que va más allá de los datos es el que nos trasmite
el buen espíritu con sus mociones, en
nuestro interior. Nos introduciremos en esa cueva de Belén, donde se ha
encarnado la Palabra, con todo acatamiento y reverencia
posible (Ej.114). Intentaremos traer los cinco
sentidos (Ej.121) para no perder detalle del momento único que
estamos reviviendo.
Pediremos la gracia de recordar
que el hombre es creado (Ej.23), sentiremos nuestra
pequeñez, nuestras manos vacías que nada tienen que
ofrecer al niño. Pediremos crescido y interno dolor y lágrimas (Ej.55),
por nuestro olvido, nuestra indiferencia y nuestra soberbia, ante un Dios,
Padre Todopoderoso, que se hace niño para acercarse a nosotros.
La Virgen con su mirada nos dirá: todos
los bienes y dones descienden de arriba (Ej.237). Nos sentimos
necesitados de volver a demandar conocimiento interno esta
vez por tanto bien recibido (Ej.233). Si entendemos la
escena, no nos quedará otra opción que ofrecer todo mi querer y
libertad (Ej.5). Finalmente caeremos en la cuenta, que hemos sido
creados para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro
Señor (Ej.23).