¡Encontré a David mi siervo y lo he
ungido con óleo sagrado!
Podemos comenzar nuestra oración,
después de ponernos en la presencia del Señor, repitiendo esta frase. Y donde
dice David, poner nuestro nombre. Recordando el momento en el que fuimos ungidos
con óleo santo el día de nuestro bautismo.
Ungidos porque elegidos desde antes de
la creación del mundo para ser hijos de Dios. En esta clave hemos de situar
toda nuestra vida, y nuestro presente.
A pocos personajes se les dedica, en la
Biblia tantas páginas como a David.
Cantor y músico, poeta o político
insigne, valiente guerrero, personaje que suscita envidias en Saúl y admiración
de hermano en Jonatán, mujeriego hasta llegar al adulterio con alevosía, pero
enemigo acérrimo de toda venganza personal...
Desde el primer momento, Dios ha
intervenido ya en la historia de este joven de Belén (elección), ordenando a
Samuel ungirle como rey.
Dios no se fija en las apariencias
humanas, el Señor sólo atiende al corazón humano, centro y sede de toda
actividad humana. El Señor escoge la debilidad humana para que así brille su
poder y su gracia (1 Co 1. 27). Esta es también nuestra historia personal.
La unción es el signo de esta elección.
Como en el bautismo de Jesús, también aquí desciende el espíritu sobre él de
forma estable.
David es un ser contradictorio con
grandes defectos, pero también con grandes cualidades, pero ante todo, hombre
íntegro que sabe reconocer su culpa y pedir perdón
Dios se fija en el corazón humano, sede
de actitudes, sentimientos, pensamientos..., y no en las meras apariencias
humanas. ¿Qué verá en nuestro corazón? El Señor elige al menos importante de la
casa de Jesé. Lo pequeño del mundo, como María, para confundir a lo grande del
mundo.
¡Cómo no recordar en la oración que he
sido elegido, llamado y enviado!
María, la humilde sierva, elegida y
predilecta del Señor, intercede para que vivamos con intensidad evangélica
nuestra condición de elegidos, consagrados y enviados.