«Convertíos, porque está cerca el reino
de los cielos.»
Podemos seguir en ambiente de Epifanía.
Ayer Cristo, al ser adorado por los Reyes magos de oriente, se mostró a todos
los pueblos de la tierra como la verdadera luz el mundo. Luz que muestra con
humildad la verdad del hombre, sin cegar ni deslumbrar. Es la luz que brota de
la sencillez de un niño en brazos de su madre, contemplado por su padre y
reconocido como Rey por unos sabios venidos desde muy lejos. Y a la vez es la
luz del Verbo, del que nos habla San Juan en el prólogo de su Evangelio: En
el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era
Dios.
En la primera lectura del día, el mismo
apóstol san Juan en su primera carta nos advierte de la necesidad de discernir
los espíritus, pues no hay que fiarse de cualquier idea, pensamiento o
sentimiento que podamos tener nosotros mismos o ver en los demás. La oración
siempre es un buen momento para discernir espíritus, que en un lenguaje más de
hoy diríamos discriminar espíritus, en el sentido de diferenciar o de separar.
Es decir, discriminar los verdaderos espíritus de los falsos (los que salen del
mundo en su sentido negativo). Es seguro que Dios quiere que nos amemos, o lo
que es lo mismo, que cumplamos sus mandamientos. También que le pidamos cosas,
pero sobre todas las cosas, quiere que le pidamos esta: conocer el
verdadero espíritu, el que viene de Dios; y éste es el que confiesa a
Jesucristo venido en carne. Así pues, esta es la regla de
discriminación de espíritus: reconocer a Jesucristo como Mesías, como el
enviado de Dios. Pregúntate ahora, en este rato de silencio exterior e
interior: ¿quién es Jesús para mí? ¿Tal vez un personaje de la historia, un
maestro oriental, un sabio interesante? ¿O tal vez, mi Señor, pero con el que
no tengo trato de amistad? Abelardo nos contaba de un teólogo que decía que
conocía mucho a Jesús pero que no se trataba con él. Algo de esto nos puede
pasar a cualquiera de nosotros. Es el mismo Jesús quien nos anima a tener un
trato íntimo con Él: Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no
sabe lo que hace su señor; mas os he llamado amigos (Jn
15,15).
En el Evangelio de hoy Jesús deja
Nazaret porque, después de la detención de su primo Juan el Bautista, ya no es
un lugar seguro para él. Y va a establecerse en Cafarnaún, junto al lago de
Galilea. Allí, según San Mateo, Jesús comienza el anuncio del Reino, diciendo:
«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.» La
conversión es un proceso que dura toda la vida. Empieza con un encuentro
personal con Cristo y supone un cambio integral, de toda la persona. A veces se
da de golpe y otras lentamente. Cambio de mentalidad (reestructurar
pensamientos), de actitudes y emociones, y sobre todo de comportamiento según
el marco del Evangelio del reino. Este proceso es siempre esclarecedor para la
persona. A nosotros ahora, igual que al pueblo que escuchaba a Jesús una luz
nos alumbra: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a
los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló. Y
acoger esta luz es además saludable. Jesús a la vez que anunciaba el Evangelio
del reino, curaba las enfermedades y dolencias del pueblo. Curaba a los
enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados,
lunáticos y paralíticos. ¿De qué enfermedades quieres que Jesús te cure?
La oración es diálogo, trato de amistad.
Es intimidad con Aquel que sabemos nos ama. Aunque es necesario dedicar un
tiempo exclusivo a la oración en silencio exterior, tiempo que llamamos oración
solitaria en el sentido de que estamos solos con Jesús. También es oración
-debe serlo- el resto del día, cuando estamos rodeados de gente y con
actividad, a esta oración la podemos llamar acompañada. Ambas formas de oración
se realimentan. Terminemos pues nuestra oración de hoy pidiendo al Señor que
seamos luz del mundo, luz que alumbre a los que traten con nosotros. Luz que
ilumine desde la humildad y la pobreza. Luz cálida (que no deslumbra) que ayuda
a descubrir la realidad de las cosas y a situarse en el mundo según el
Evangelio de reino. Que Santa María, Virgen de la Luz, nos ayude en este
proceso de conversión.