Para la oración de hoy, Viernes de
Pasión, tras serenar el corazón, ponernos en presencia del Omnipotente, e
invocar al Espíritu Santo, os brindo la homilía del P. Rainiero Cantalamessa
para que nos ayude a meditar sobre lo que vivimos hoy. Creo sinceramente que es
preciosa. Un poco larga quizás, pero aplica eso que decía S. Ignacio: allá
donde halles gracia detente. ¡Y mirad al Crucificado!
«Despreciado y evitado de los
hombres,
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado»
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado»
(Is 53,3).
Son las palabras proféticas de Isaías
con las que se ha iniciado la liturgia la palabra de hoy. El relato de la
pasión que ha seguido ha dado un nombre y un rostro a este misterioso hombre de
dolores, despreciado y rechazado por los hombres: el nombre y el rostro de
Jesús de Nazaret. Hoy queremos contemplar al Crucificado precisamente en esta
apariencia: como el prototipo y el representante de todos los rechazados, los
desheredados y los «descartados» de la tierra, aquellos ante los cuales se gira
el rostro hacia otra parte para no ver.
Jesús no ha empezado ahora, en la
pasión, a serlo. En toda su vida, él formó parte de ellos. Nació en un establo
porque para los suyos «no había puesto en la posada» (Lc 2,7). Al presentarlo
en el templo, los padres ofrecieron «un par de tórtolas o dos pichones», la
ofrenda prescrita por la ley para los pobres que no podían permitirse el lujo
de ofrecer un cordero (cf. Lev 12,8). Un auténtico certificado de pobreza en el
Israel de entonces. Durante su vida pública, no tiene «dónde reclinar la
cabeza» (Mt 8,20): un sintecho.
Y llegamos a la pasión. En el relato de
ella hay un momento en el que no nos detenemos a menudo, pero que es muy
significativo: Jesús en el pretorio de Pilato (cf. Mc 15,16-20). Los soldados
han observado, en la explanada adyacente, un arbusto de espinos; han cogido un
haz y se lo han presionado sobre la cabeza; sobre la espalda todavía sangrante
por la flagelación, le han colocado un manto como burla; tiene las manos atadas
con una tosca cuerda; en una le han puesto un haz de varas y en la otra una
caña, símbolos jocosos de su realeza. Es el prototipo de las personas
maniatadas, solas, en manos de soldados y bandidos que desfogan sobre los
pobres desgraciados la rabia y la crueldad que han acumulado en la vida.
¡Torturado!
«¡Ecce homo!», ¡He aquí el hombre!,
exclama Pilato, al presentarlo poco después al pueblo (Jn 19,5). Palabra que,
después de Cristo, puede ser dicha del grupo sin fin de hombres y mujeres
humillados, reducidos a objetos, privados de toda dignidad humana. «Si esto es
un hombre»: el escritor Primo Levi tituló así el relato de su vida en el campo
de exterminio de Auschwitz. En la cruz, Jesús de Nazaret se convierte en el emblema
de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas de exclamar:
«Despreciados, rechazados, parias de toda la tierra: ¡el hombre más grande de
toda la historia ha sido uno de vosotros! A cualquier pueblo, raza o religión
que pertenezcáis, tenéis el derecho de reclamarlo como vuestro.
[…]
El escritor y teólogo afro-americano,
Howard Thurman —aquel al que Martin Luther King consideraba su maestro y el
inspirador de la lucha no violenta por los derechos civiles— escribió un libro
titulado «Jesus and the Disinherited»[1] , Jesús y los desheredados. En él,
hace ver lo que representó la figura de Jesús para los esclavos del Sur, de los
que él mismo era un descendiente directo. En la privación de todo derecho y en
la abyección más total, las palabras del Evangelio que repetía el ministro de
culto negro, en la única reunión que se les consentía, daban nuevamente a los
esclavos el sentido de su dignidad de hijos de Dios.
En este clima nacieron la mayoría de los
cantos espirituales negros que todavía hoy conmueven al mundo[2] . En el
momento de la subasta pública habían vivido el desgarro de ver a las esposas
separadas de los maridos y a los padres respecto de los hijos, vendidos a
dueños diferentes. Es fácil intuir con qué espíritu cantaban bajo el sol o en
el interior de sus cabañas: «Nobody knows the trouble I have seen. Nobody
knows, but Jesus»: Nadie sabe el dolor que he experimentado; nadie, excepto
Jesús».
[…]
Este no es el único significado de la
pasión y muerte de Cristo y ni siquiera el más importante. El significado más
profundo no es el social, sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió
al mundo del pecado, llevó el amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en
el que la humanidad se había metido en su huida de él, es decir, en la muerte.
No es, decía, el sentido más importante de la cruz, pero es el que todos,
creyentes y no creyentes, pueden reconocer y acoger.
Todos, repito, no sólo los creyentes. Si
por el hecho de su encarnación el Hijo de Dios se hizo hombre y se unió a toda
la humanidad, por el modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno de
los pobres y rechazados, ha abrazado su causa. Él mismo se ha encargado de
asegurárnoslo cuando solemnemente afirmó que lo que hicimos por el hambriento,
el desnudo, el preso, el exiliado, se lo hicimos a él y lo que omitimos
hacérselo a ellos no se lo hicimos a Él (cf. Mt 25, 31-46).
Pero no podemos detenernos aquí. Si
Jesús solo tuviera esto que decir a los desheredados del mundo, no sería más
que uno entre ellos, un ejemplo de dignidad en la desventura y nada más. Más
aún, sería una prueba ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es
conocida la reacción indignada de Iván, el hermano rebelde de los hermanos
Karamazov, de Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona a
Jesús: «¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me había
olvidado de él: y más aún, me maravillaba, mientras se discutía, cómo era
posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que comúnmente, en los
debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él ante que cualquier otra
cosa»[3] .
Efectivamente, el Evangelio no se
detiene aquí; dice también otra cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado!
En él se produjo un vuelco total de las partes: el vencido se ha convertido en
vencedor, el juzgado se ha convertido en el juez, «la piedra descartada por los
arquitectos se ha convertido en piedra angular» (cf. Hch 4,11). La última
palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la opresión. Jesús no
ha devuelto sólo una dignidad a los desheredados del mundo; ¡les ha dado una
esperanza!
En los tres primeros siglos de la
Iglesia la celebración de la Pascua no estaba distribuida como ahora, en varios
días: Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado
en un solo día. En la Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la
resurrección. Más concretamente, ni la muerte ni la resurrección se
conmemoraban como hechos distintos y separados; se conmemoraba, más bien, el
tránsito de Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La palabra «Pascua»
(pasech) significa tránsito: paso del pueblo hebreo de la esclavitud a la
libertad, tránsito de Cristo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1) y tránsito,
del pecado a la gracia, de los creyentes en él.
Es la fiesta del vuelco obrado por Dios
y realizado en Cristo; es el comienzo y la promesa del único cambio pleno
totalmente justo e irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres,
excluidos, pertenecientes a distintas formas de esclavitud todavía en curso en
nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!
[…]
La cruz contiene también un mensaje para
aquellos que están en la otra orilla: para los poderosos, los fuertes, los que
se sienten tranquilos en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como
siempre, de amor y de salvación, no de odio o venganza. Les recuerda que al
final están vinculados al mismo destino de todos; que débiles y poderosos,
inermes y tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a los mismos límites
humanos. La muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de cada
uno, colgada de un hilo. Pone en guardia contra el peor mal para el hombre que
es la ilusión de la omnipotencia. No hay que ir demasiado para atrás en el
tiempo, basta repensar la historia reciente para darnos cuenta de lo frecuente
que es este peligro y a cuántas personas y pueblos lleva a la catástrofe.
La Escritura tiene palabras de sabiduría
eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:
«Aprended, gobernantes de toda la
tierra...
los poderosos serán examinados con rigor»
los poderosos serán examinados con rigor»
(Sab 6,1.6).
«En la prosperidad el hombre no
comprende,
es parecido a las bestias que mueren»
es parecido a las bestias que mueren»
(Sal 49,21).
«¿Para qué le sirve al hombre ganar el
mundo entero
si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?»
si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?»
(Lc 9,25)
La Iglesia ha recibido el mandato de su
fundador de ponerse de la parte de los pobres y los débiles, de ser la voz de
quien no tiene voz y, gracias a Dios, es lo que hace, sobre todo en su pastor
supremo.
La segunda tarea histórica que las
religiones deben, juntas, asumir hoy, además de promover la paz, es no
permanecer en silencio ante el espectáculo que está ante la mirada de todos.
Pocos privilegiados poseen bienes que no podrían consumir, aunque viviesen
incluso siglos enteros y masas aniquiladas de pobres que no tienen un trozo de
pan y un sorbo de agua por dar a sus hijos. Ninguna religión puede permanecer
indiferente, porque el Dios de todas las religiones no es indiferente ante todo
esto.
Volvamos a la profecía de Isaías de la
que hemos partido. Comienza con la descripción de la humillación del Siervo de
Dios, pero se concluye con la descripción de su exaltación final. Es Dios que
habla:
«Por los trabajos de su alma verá la luz
[…]
Le daré una multitud como parte,
tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte
y fue contado entre los pecadores,
él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores».
Le daré una multitud como parte,
tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte
y fue contado entre los pecadores,
él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores».
Dentro de dos días, con el anuncio de la
resurrección de Cristo, la liturgia dará un nombre y un rostro también en este
triunfador. Velemos y meditamos en espera.
P. Rainiero Cantalamessa