Espero que te ayuden estas palabras que
te pongo a continuación para llevar a cabo con fruto este rato de oración.
Dedícale este tiempo al Señor en la soledad acompañada por Él.
Empezamos nuestra oración invocando al
Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el fuego
de tu amor”.
¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
¡Aleluya! Éste es el grito tan ansiado desde que empezamos la Cuaresma y que
desde la Vigilia Pascual hemos vuelto a entonar. ¡El Señor ha resucitado! Por
lo tanto, ¡alégrate! Nos lo dice el Salmo que cantamos en la Misa de hoy: ¡Qué
se alegren los que buscan al Señor!: “Dad gracias al Señor, dad a conocer sus
hazañas a los pueblos. Cantadle al son de instrumentos, hablad de sus
maravillas”. Nos alegramos profundamente porque Cristo está vivo y Él es
nuestra Esperanza.
Las lecturas que proclama hoy la Iglesia
nos hablan del encuentro personal con nuestro Señor, con el Resucitado. En la
primera lectura, del Libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra el
encuentro del lisiado con Jesucristo. El lisiado se encontró con Jesucristo que
por su gran misericordia hizo el milagro. ¿Y cómo lo hizo si el lisiado se
encontró sólo se encontró con Pedro y Juan? ¿Dónde estaba Jesús? Cristo actuaba
por medio de los apóstoles que eran su voz, sus manos y sus ojos. ¡Míranos!, le
dicen, pero es el Señor el que lo mira realmente. Y de un salto se incorpora, entra
en el templo y alaba a Dios con todo su cuerpo. Es el encuentro con Jesucristo,
y la alegría desbordante porque Él vive, actúa y nos sale al encuentro. El
Evangelio nos presenta el pasaje del encuentro de dos discípulos con el Señor,
camino de Emaús. Es un pasaje que podemos conocer bien pero que cada vez que se
medita, el Señor nos sorprende. Después de la muerte del Señor, algunos de los
discípulos, apesadumbrados porque no entendían el misterio de la muerte del
Señor, parecían haber perdido la fe. Se les cayeron sus esquemas de vida y
habían perdido la esperanza. Estos discípulos marchaban, después de la Pascua,
desde Jerusalén en dirección a la aldea de Emaús. De camino, se les une Jesús,
pero ellos no lo reconocieron porque habían perdido la fe y la desesperanza se
había adueñado de ellos. No son ellos los que se cruzan con Jesús, sino que es
Jesús el que les sale al encuentro, podríamos decir que al rescate. Es Él el
que toma la iniciativa, así como el que suscita la conversación que les llevará
al encuentro más profundo: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais
de camino?”. Debido a la desesperanza, se habían obcecado y habían dejado de
creer. Y Jesús en su misericordia, les abre los ojos: “¡Qué necios y torpes
sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías
padeciera esto para entrar en su gloria?” El Señor le había ido caldeando el
corazón y no querían dejarlo marchar porque tenían sed de la Verdad, sed de
Alegría. Jesús se queda con ellos y se les revela totalmente: la Eucaristía.
Estaban ciegos y les abrió los ojos. Al igual que al lisiado de la Primera
Lectura le hizo andar, ya que Dios restablece lo caído y endereza al que se
dobla.
Y ahora, ¿cuál fue la actitud de los
discípulos? “Levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén”. Esto quiere
decir que volvieron a la Comunidad, regresaron a la Iglesia y a la unión con el
Señor; se habían encontrado con Él.
Guardemos en nuestra mente lo que nos
dice el Salmo: “Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su
rostro”.
Le pedimos a nuestra madre, la Virgen
María, Reina de la Esperanza, que interceda por nosotros y nos acerque cada día
un poco más al Señor. También pedimos su intercesión para que nos libre de esta
pandemia que estamos sufriendo y proteja a los enfermos y lleve de la mano al
Cielo a las personas que han fallecido.