Nos ponemos en presencia del Señor, muchos lo tenemos
delante en el Sagrario, otros presente en nuestros corazones. Le pedimos al
Espíritu Santo su asistencia, su fuerza, su amor.
El Espíritu Santo nos da su sabiduría, ese gusto por
lo espiritual que nos hace exclamar que dulce es al paladar tu presencia. Y qué
gran verdad. Estos días que hemos estado tan cerca de la Virgen Inmaculada, que
estamos con ella preparando el nacimiento de su Hijo, que ya como que nos
ponemos delante del pesebre, salimos gustando lo sabrosa que se nos hace la
oración.
Lo más normal en el día a día de la oración es que
salgamos gozosos, endulzados. El Espíritu Santo es el dulce huésped del alma. Y
podemos repetir con la Escritura: Qué dulces al paladar son tus palabras. Qué
gusto encuentra el alma en ellas.
Sin embargo, a veces como le pasó a Isaías la palabra
es como brasa que se acerca a los labios.
Cuando estos días me acerco después de la oración a
misa a la iglesia del barrio y me encuentro a la puerta a los pobres, algunos
de mi edad, con buena presencia y los veo muertos de frío, y cómo te agradecen
cuando les das algo, se me remueve el corazón, me queman sus palabras. Me viene
a la cabeza el niño Jesús, en un establo, entre pajas… ¿muerto también de frío?
Es Dios, pero tan hecho carne, tan hecho hombre, tan
venido a menos, que ni con el anuncio de ángeles se acercan todos. Irían unos
poquitos. Cómo se viene. Tan escondido.
Y hoy, ¿no ocurre lo mismo? Ayer oyendo un programa
sobre el Cotolengo, contaban que ellos veían a Cristo en los enfermos, en los
pobres, en los otros. Y a mí me recuerda que vino a los suyos y no se acercaron
a Él, que no le reconocieron. Porque un Dios hecho carne. Y un Dios hecho un
pobre, en la periferia... ¿Cómo va a ser Dios?
Señor apiádate de nosotros. Vino Elías y no lo reconocieron, vino Cristo y tampoco lo reconocemos. Cambia nuestros corazones, ayúdanos a descubrirte en todos aquellos con los que estemos, en todos aquellos que pasen por nuestra vida.