Nuestro rato de oración tiene que ser un momento intenso de
agradecimiento. A las gracias generales hay que unir las gracias personales que
cada uno hemos recibido… y conviene ponerlas en situación, en comparación con
la multitud de personas cercanas y lejanas que han recibido menos que yo, y
admirarse, agradecer y repetir confundido: ¿Por qué a mí tanto amor?
El segundo momento (si es que queda tiempo y el Señor nos conduce por
aquí) es precisamente preguntar al Señor qué quiere que haga con los dones que
me da constantemente. La vida es fugaz y nuestra responsabilidad es grande
(porque hemos recibido mucho). ¿Qué quiere el Señor de mí, por qué me “cerca”
con su gracia y sus atenciones? Pueden caber muchas respuestas de muy distinto
orden y orientación (tantas como personas), pero hay un argumento que vale para
todos y es muy importante: El Señor, a través de su Madre la Virgen, nos ha
asociado de un modo singular a su obra redentora; dicho de otro modo, quiere
salvar a muchas personas a través de nuestras vidas. ¡Tremendo misterio e
impresionante misión! Me gusta pensar en este tiempo de Navidad que el niño
Jesús extiende sus manos y quiere colgarse de mi cuello y reposar acogido por
mis brazos.
Que a la vista de este designio de salvación que Jesús mismo ha querido compartir con nosotros, nos sintamos espoleados a responder con generosidad y valentía. Jesús quiere amar, amar infinita y tiernamente a cada persona, nuestra primera y fundamental tarea será dejarnos amar. Ante esta perspectiva, el fin de año se transforma en inicio de un camino de amistad, de compartir misión con Jesús y de ofrecerse con Él, en Él y como Él por todo el tiempo y la eternidad.