Hoy, José y María acaban de celebrar el rito de la presentación del
primogénito, Jesús, en el Templo de Jerusalén. María y José no se ahorran nada
para cumplir con detalle todo lo que la Ley prescribe, porque cumplir aquello
que Dios quiere es signo de fidelidad, de amor a Dios.
Desde que su hijo ha nacido, José y María experimentan maravilla tras
maravilla: los pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente
acontecimientos extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el
corazón de las personas que tienen algún contacto con este Niño.
Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda, que en un momento determinado
tomó la decisión de dedicar toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos
equivocamos si decimos que esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la
parábola del Señor: siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que
es la voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la
encuentra a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo
recompensa con creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta
oración y tanto ayuno, tanta generosidad!
Dice el texto que «alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que
esperaban la redención de Jerusalén». La alegría se transforma en un apostolado
decidido: ella es el motivo y la raíz. El Señor es inmensamente generoso con
los que son generosos con Él.
Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen casi sin darse cuenta las almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son las cosas pequeñas de cada día!