Nuestra oración en este domingo segundo del Adviento puede
comenzar con la súplica de los primeros cristianos: “¡Maranatha! Ven, Señor
Jesús”. Dios está en camino hacia nosotros, viene a salvarnos: la iniciativa es
suya, de su gran misericordia. Solo le mueve su amor por nosotros al ver
nuestro desvalimiento. A este movimiento de Dios hacia la humanidad ha de
corresponder nuestra respuesta: abrir el corazón, buscar a Dios, preparar su
camino en nosotros y a nuestro alrededor. Ese es el objetivo de la Campaña de
la Inmaculada y de las Vigilias que celebraremos en honor de nuestra Madre
Inmaculada. La Virgen Madre es el camino que Dios se ha preparado al venir al
mundo… y nosotros queremos ir a Dios por ese mismo camino. Contemplando la
belleza de la Toda Santa, “esperamos y apresuramos la venida del Señor”, para
que Dios nos encuentre “en paz con Él, intachables e irreprochables”, como nos
dice la lectura del apóstol San Pedro que escuchamos hoy.
En el evangelio resuena la llamada a la conversión a través
de la figura de Juan Bautista. ¿En qué consiste esa conversión que nos pide el
Adviento? Si Dios viene hacia nosotros, convertirse es volverse hacia Él, dejar
de mirarnos a nosotros y mirarle a él con los ojos, con el corazón y con la
vida. La conversión de los ojos es la oración: “Señor, mis ojos están vueltos a
ti: en ti me refugio, no me dejes indefenso”, grita el salmista al verse
rodeado de miseria (salmo 140); la conversión del corazón es la caridad que se
vuelca en las necesidades de los hermanos: “reparte limosna a los pobres, su
caridad es constante, sin falta” (Salmo 111); la conversión de la vida es hacer
un sincero examen de nuestro estilo de vida para prescindir de lo superfluo, lo
que nos ata e impide al espíritu volar hacia Dios: “Confesaban sus pecados”,
leemos en el evangelio (Mc 1).
Concluimos nuestra oración con la Virgen: en ella se
realizan ya “los cielos nuevos y la tierra nueva en la que habita la justicia”,
la santidad de Dios. Como Ella, queremos ser tierra buena que acoja en este
adviento la Palabra de Dios. Le pedimos que aumente nuestra fe, que creamos que
para Dios nada hay imposible, y así nos ofrezcamos como Ella a ser instrumentos
con los que el Poderoso haga obras grandes. Las hará si permanecemos humildes,
como María.
¿A quién debo yo llamar vida mía,
sino a ti, Virgen María?
Todos te deben servir,
virgen y madre de Dios,
que siempre ruegas por nos
y tú nos haces vivir.
Nunca me verán decir: vida mía
sino a ti, Virgen María.