Qué difícil se hace, a veces,
hablar de Dios, o vivir como Dios quiere que lo hagamos, cuando tenemos a
muchos en contra.
Mantener la paz cuando sales a
conducir y decides ceder el paso a un anciano que cruza despacio, mientras el
de atrás está “nervioso" por arrancar. Cuando ocurre una injusticia en tu
lugar de trabajo y en vez de despotricar, o tomarte la justicia de tu mano,
sigues los pasos pertinentes para que sean los que deben ser, quienes lo
resuelvan. O preparas la Primera Comunión de tu hijo cuidando cada aspecto de
ese día en lo que verdaderamente celebramos, sin quejarte de la situación
actual, adaptándote a ella, aunque otros no entiendan que no lo retrases para
celebrarlo a lo grande e incluso te dejen de hablar…
«Señores, ¿qué tengo que hacer
para salvarme?» Le contestaron:
«Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia».
Dios siempre ayuda a los suyos.
Por mucho que nos hagan sufrir algunas situaciones, o que nos cueste hacer lo
debido en las pequeñas cosas cotidianas del día a día. Siempre habrá un
carcelero que preparará la cena al apóstol y algún terremoto que abrirá las
puertas.
Cristo ha resucitado y esa fuerza
vital, que de Dios viene y solo en Dios tiene su meta, será suficiente para
ayudarnos a salir de las angustias presentes y podremos decir con el salmista:
“Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad. Porque cuando te
invoqué, me escuchaste”.
Cristo tiene que marchar y
nosotros tenemos que buscar al Espíritu que él nos envía, mejor aún, que ya nos
ha enviado y se cierne sobre nosotros esperando que escuchemos el suave susurro
de su presencia, le amemos y aceptemos su guía en cada momento de nuestra vida.
Fijemos nuestra mirada en María que, en aquella casa con las puertas y ventanas cerradas, esperaba con fe y sostenía a la Iglesia con su oración. No nos desalentemos con los reveses del día a día. Nunca estamos solos. El Espíritu Santo nos acompaña siempre.