“A Dios que concede el hablar y el escuchar le pido hablar de tal manera
que el que escucha llegue a ser mejor y escuchar de tal manera que no caiga en
la tristeza el que habla”
Estamos preparándonos para
Pentecostés. Cristo ha subido a la gloria de la Trinidad, ascendiendo la
naturaleza humana al mismo seno de la divinidad. Ahora su presencia continua
por el Espíritu que nos envía. Al beato Carlo Acutis le invitaron una vez a ir
a Tierra Santa y este dijo que no le hacía falta ir donde Jesús estuvo hace 2000
años cuando tiene Jerusalén debajo de cada casa en la iglesia más cercana. Esta
presencia continua de Cristo en nuestro mundo se opera por medio del Espíritu.
Podemos hacer la oración saboreando esa presencia misteriosa: en tantos
lugares, pero sobre todo la Eucaristía y los sacramentos en la Iglesia.
Esa presencia del Espíritu es la
que nos lleva, como a san Pablo (1ª lectura), con la suprema misión de
llevarnos a la gloria misma divina (Evangelio), donde ya hemos dicho que la
naturaleza humana ha ascendido en Cristo. ¿Ansío el Cielo? ¿Me dejo llevar por
el Espíritu? ¿Qué valor doy a la Eucaristía? ¿Valoro los sacramentos?
El salmo nos ofrece una clave: el
Espíritu es esa lluvia copiosa que desciende en el Pueblo de Dios, en cada uno
de nosotros. El Espíritu desciende en la tierra que Dios ha preparado a sus
pobres, a nosotros, y nos ha hecho reyes: para cantar a Dios. Clave última, por
tanto, para recibir el Espíritu y que Él nos lleve a la gloria: ser pobres,
dejarnos empapar por ese “rocío”, dejarnos conducir por el Espíritu.
Feliz oración.