Desde el domingo pasado, solemnidad de Pentecostés, seguro que muchos de nosotros hemos meditado en la venida del Espíritu Santo y hemos implorado su venida para toda la Iglesia, para nuestra comunidad, nuestra familia, e incluso para nosotros mismos.
Quizás algunos también hemos meditado en los Dones del Espíritu Santo: “Disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”, de tal manera que, la vida moral de los cristianos está sostenida por dichos dones. Como sabemos, los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben y, nos dice la Iglesia que, hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Es cierto que los dones del Espíritu Santo son “hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en el alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo”. Pero, también es verdad, que esos dones hay que implorarlos y acogerlos para que se desarrollen en plenitud en el alma y fructifiquen en ella. De hecho, la presencia de estos en el alma es incompatible con el pecado mortal.
Quizás somos menos los que hemos meditado sobre los Frutos del Espíritu Santo, que también existen. ¿Cuáles son esos frutos?. Nos dice San Pablo que: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gálatas 5:22-23). Pero no hay que olvidar que estos son
Los frutos de la acción del Espíritu Santo en un alma que acoge y secunda los dones que hemos citado antes. Es decir, los dones son infundidos por Dios, pero los frutos de tales dones pueden verse malogrados por nuestra superficialidad, inconstancia o pereza.
Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten las repugnancias que se sentían al principio. Ya no es preciso combatir ni hacerse violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio.
Dice un autor espiritual que les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos, cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor. Lo mismo los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que Dios posea al alma plenamente.
En estos últimos días del mes de Mayo, pidámosle a la Virgen María que nos haga acoger como Ella los dones del Espíritu Santo, para que florezcan en nuestra alma sus frutos con plenitud.