La Visitación de la Virgen es un día grande para nuestra Cruzada-Milicia. Evoca tantos recuerdos, tantas personas, tantas inquietudes de cielo, tantos deseos y proyectos de conquista… que se han sembrado en nuestros corazones con abundancia. Cómo emerge la imagen de la Virgen montañera, de la Virgen de Gredos, de la Virgen “misionera del amor”, de la Virgen “en campaña”, que el Padre y Abelardo han forjado en nuestro estilo de vida. ¡Es un día grande! ¡Una gran fiesta de familia!
Nuestra oración puede ser un cruce agradecido de tantas evocaciones o simplemente un recogerse en uno de esas dimensiones que la fiesta de la Virgen aporta a nuestra espiritualidad.
En primer lugar, es una fiesta mariana cuyo protagonismo recae en la Santísima Trinidad. La centralidad del Hijo, Verbo de Dios encarnado en las entrañas purísimas de la Virgen, es manifiesta. Él vive, actúa y santifica “desde” el seno de la Madre. El primer fruto de su acción en el mundo, la santificación de su Madre y del Bautista, es la obra del Espíritu Santo, que cubre con su sombra y dirige los pasos de la Virgen fecunda. Y ella, la Esclava del Señor, cumple perfectamente el designio del Padre y marcha presurosa a la montaña a comunicar a los hombres que el “Dios que salva” (Jesús) ya está entre nosotros.
En segundo lugar, esta fiesta mariana es algo así como “la puerta de la fe” para el antiguo Israel, personificado en Juan el Precursor y sus padres. Isabel reconoce que María es la “madre de mi Señor” y acepta el misterio de la fe, superando las apariencias de los sentidos y la razón. Juan, el Precursor, salta de alegría al encontrarse con el Hijo que da la vida eterna. Y Juan padre, enmudecido por la falta de fe, recobra la plena capacidad de reconocer los signos de Dios salvador, y de glorificarlo, al ver la sencilla entrega y la docilidad inmaculada de la Virgen.
En tercer lugar, es la fiesta mariana de la alabanza y la alegría de María: Poseída del amor de Dios, que ha hecho de su seno su propio hogar, se lanza a transmitirlo a los hombres en las circunstancias ordinarias. Donde todos ven lo cotidiano e intrascendente de una joven madre que alegra el corazón de sus parientes ancianos, donde se alza para tantos el velo o la duda de una maternidad a destiempo e imprevista de una mujer senil, su prima Isabel, ella, María, ve el cumplimiento definitivo de la gran promesa: Dios mismo viene a salvar a su pueblo, a levantar a los humildes y con su mano poderosa da de comer a los pobres. Por eso su alma canta y exalta a Dios y a su pueblo afortunado.
Porque, en definitiva, esta fiesta mariana es la gran fiesta del pueblo, de los pequeños, de los que no son ni cuentan para el mundo, de los miserables y pecadores, que nunca merecerían la salvación. ¡Es nuestra fiesta! Por eso es un gran acierto de nuestra espiritualidad convertirla en “campaña” que dura todo el verano, para que durante muchos meses (en realidad toda la vida) sepamos que Dios es grande con nosotros y nos decidamos a colaborar un poco en la salvación de Dios para todos los hombres.
Podemos concluir con este texto del apóstol Pedro (1, 13): “Estad interiormente preparados para la acción, manteniéndoos sobrios, a la expectativa del don que os va a traer la revelación de Jesucristo.”