Seamos imitadores de Dios, como hijos queridos… como hijos de la luz. Porque somos hijos queridos de Dios, hemos de ser hijos de la luz, imitadores de este Padre bueno. Amor con amor se paga, y hemos recibido tanto amor… “vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios”. Y seamos de los que no tengamos que ponernos colorados por haber caído en lo que dice este cartel que he leído: Prohibido decir te quiero y no demostrarlo.
No seamos como los hipócritas que dice el evangelio: tenemos para desatar el buey del pesebre, o arreglar los frenos del coche, o jugar una partida a la Wii todos los días de la semana, ¿no hay que dejar el domingo sobre todo para Dios? Jesús, en este evangelio hace un milagro, movido por la misericordia frente al dolor humano, pero habla también de prioridades. Lo primero es el amor y luego la ley, y no al revés. Pero, también, primero es la ley, es decir, las obligaciones, antes que el ocio. Descuidar las obligaciones es también condenado por Jesús.
Los hijos de la luz son los que se dejan iluminar por Dios, y como consecuencia iluminan a los demás hombres. No tienen luz propia, sino que la reciben de Dios: “a Él sólo la gloria y la alabanza”. Lo contrario es el hombre de las tinieblas, el que vive en la inmoralidad. San Pablo lo retrata bien en su carta a los efesios. Miremos en nuestra oración, o mejor en el balance del día, si tenemos algún rasgo de estos hombres de la oscuridad: indecencia o afán de dinero, chabacanerías, estupideces o frases de doble sentido…
Hoy, nos podemos fijar bien en la luz de las bombillas que iluminan nuestra capilla o lugar de oración. Si se apagan, quedamos a oscuras. Si nos apagamos queda a oscuras la humanidad. Somos pequeños y humildes focos de luz, pero necesarios para el mundo. Iluminemos con nuestras vidas para que otros vean a Cristo.