Comienzo este rato de oración haciendo silencio en mi interior para acoger la Palabra de Dios, esa Palabra que es un espejo en el que mirar para descubrir quién es Dios y quién soy yo. Mirándome cada día en este espejo descubro mi verdadero ser y mi verdadera identidad. Por eso, “habla, Señor, que tu siervo escucha”.
Las lecturas de este día nos invitan a ver cómo es nuestro corazón, nuestro interior, fijándonos en los modelos que nos presentan: los fariseos, Jesús y san Pablo. Vamos con cada uno de ellos:
El corazón de los fariseos: Nos dice el evangelio que invitan a Jesús a comer, pero lo hacen para espiarle. Es la actitud de quien se considera superior a los demás y desde su observatorio juzga y critica sin piedad al resto. Recordemos al fariseo en el templo que oraba dando gracias por no ser como los demás y los despreciaba. Cuando Jesús cura a aquel enfermo, en lugar de alegrarse, se indignan porque Jesús se ha saltado una norma. No son capaces de ponerse en el lugar del otro. Nos recuerdan al hijo mayor de la parábola que no se alegra de la vuelta de su hermano y le parece injusta la fiesta del Padre.
El Corazón de Jesús: es tan bueno que acepta la invitación de los fariseos, a sabiendas de su intención, pensando siempre que algo puede cambiar, pues no les rechaza y espera su conversión. Tampoco se deja intimidar por el qué dirán: actúa en consecuencia con su corazón misericordioso curando al enfermo en sábado, sabiendo que le van a juzgar. La norma de su Corazón: la caridad y la misericordia, que están por encima de la Ley.
El corazón de San Pablo: es uno de esos fariseos convertidos por el encuentro con Jesús. Damasco le cambió la vida y el corazón. Para Dios nada hay imposible. El corazón de Pablo se ha hecho semejanza del de Cristo, se deshace en expresiones de afecto por sus amigos y colaboradores en Cristo: “Siempre que rezo por todos vosotros, lo hago con gran alegría… Os llevo dentro, porque, tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís la gracia que me ha tocado. Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús”. El corazón del apóstol tiene una convicción: que como el Señor ha derramado su misericordia sobre él, que era el más indigno por haberlo perseguido, así se desbordará su gracia sobre aquellos que han abrazado la fe y perseverarán en ella: “Ésta es mi convicción: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”. Cuánto necesitamos descansar nuestra esperanza en esta misma convicción: el Señor nos dará fuerza para ser santos, para perseverar en la oración y en el apostolado, para responder a su llamada, porque es fiel, como lo fue con San Pablo, el fariseo convertido en apóstol de los gentiles.
Podemos preguntarnos cómo es nuestro corazón: arrancar las malas hierbas de fariseo que todos llevamos dentro y pedir a Jesús que ponga en nosotros sus sentimientos. Como se reza en una de las misas del Sagrado Corazón de Jesús: “Te pedimos, Dios nuestro, la gracia de parecernos a Cristo en la tierra, para compartir su gloria en el cielo”. Así le sucedió a San Pablo, que combatió bien el combate de la fe y recibió la corona de gloria merecida. Comencemos, como él por dar gracias a Dios por aquellos que comparten con nosotros la gracia del evangelio y sentirnos unidos en la fe y en la tarea de llevar la Buena Noticia: Jesucristo.