8 octubre 2014. Miércoles de la XXVII semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Primera lectura:
No anunciamos un Evangelio inventado por nosotros mismos, sino en una auténtica comunión con la Iglesia, a la que Cristo confió el depósito de la fe. Y este Evangelio salva a la humanidad entera, no por cumplir las costumbres religiosas, legales, de los judíos, pues la salvación no nos viene por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús. Aun cuando Pablo dice que él se dirigirá a los gentiles, sabemos que siempre que llegaba a una ciudad primero anunciaba a Cristo a los judíos en sus sinagogas; y cuando era rechazado se dirigía a los gentiles. La fe anunciada no sólo se debe hacer con los labios, sino con la vida misma para evitar la hipocresía. El Señor nos llama para que proclamemos su Evangelio como testigos que han experimentado en su vida el perdón, la misericordia, la vida y el amor de Dios. Y nuestro testimonio, que nos convierte en luz de las naciones por nuestra unión a Cristo Jesús, no puede llevarnos a aceptar a algunos cuantos y a rechazar a otros. La Iglesia de Cristo se debe a la humanidad entera, sin importarle razas, condiciones sociales, religiosas o culturales, pues Cristo ha venido como Salvador del mundo entero. Y la Misión de Cristo es la misma Misión de su Iglesia.
Salmo 116:
Alabemos al Señor; que junto con nosotros lo alaben todos los pueblos y naciones, pues su amor y su fidelidad hacia nosotros son eternos. Efectivamente Dios nos ha concedido, por medio del Pueblo Judío, al Salvador de la humanidad entera. En Cristo todos tenemos abierto el camino que nos lleva al Padre; más aún: Jesús es ese Camino. Ir tras las huellas de Cristo equivale a caminar en la seguridad de poseer, de modo definitivo, los bienes eternos. Dios no sólo nos quiere convertidos en una continua alabanza de su Santo Nombre; Él quiere que la salvación que ofrece a la humanidad entera sea salvación nuestra, por haber aceptado al Salvador en nuestra vida y por dejarnos transformar, día a día, conforme a su Imagen, para gloria del Padre.
Evangelio:
Los discípulos le dijeron con toda sencillez a Jesús: Señor, enséñanos a orar. (Lucas 11, 1-4) De sus mismos labios aprendieron el Padrenuestro. Hay en estas peticiones “una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tan grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas” (San Juan Pablo II, Audiencia general) La primera palabra que pronunciamos, por expresa indicación del Señor, es “Abba, Padre”. El mismo Dios que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a nosotros, es un Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos, débiles y con frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con Él por toda la eternidad. Hemos nacido para el Cielo. “Cuando llamamos a Dios Padre nuestro tenemos que acordarnos que hemos de comportarnos como hijos de Dios” (San Cipriano, Tratado de la oración del Señor).
Cuando los hijos hablan con sus padres se fijan en una cosa: transmitir en palabras y lenguaje corporal lo que sienten en el corazón. Llegamos a ser mejores mujeres y hombres de oración cuando nuestro trato con Dios se hace más íntimo, como el de un padre con su hijo. De eso nos dejó ejemplo Jesús mismo. Él es el camino.
Y, si acudes a la Virgen, maestra de oración, ¡qué fácil te será! De hecho, «la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial (...). Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo» (San Juan Pablo II).
ORACIÓN FINAL:

Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Archivo del blog