Primera
lectura:
No anunciamos
un Evangelio inventado por nosotros mismos, sino en una auténtica comunión con
la Iglesia, a la que Cristo confió el depósito de la fe. Y este Evangelio salva
a la humanidad entera, no por cumplir las costumbres religiosas, legales, de
los judíos, pues la salvación no nos viene por cumplir la Ley, sino por creer
en Cristo Jesús. Aun cuando Pablo dice que él se dirigirá a los gentiles,
sabemos que siempre que llegaba a una ciudad primero anunciaba a Cristo a los
judíos en sus sinagogas; y cuando era rechazado se dirigía a los gentiles. La
fe anunciada no sólo se debe hacer con los labios, sino con la vida misma para
evitar la hipocresía. El Señor nos llama para que proclamemos su
Evangelio como testigos que han experimentado en su vida el perdón, la
misericordia, la vida y el amor de Dios. Y nuestro testimonio, que nos
convierte en luz de las naciones por nuestra unión a Cristo Jesús, no puede
llevarnos a aceptar a algunos cuantos y a rechazar a otros. La Iglesia de
Cristo se debe a la humanidad entera, sin importarle razas, condiciones
sociales, religiosas o culturales, pues Cristo ha venido como Salvador del
mundo entero. Y la Misión de Cristo es la misma Misión de su Iglesia.
Salmo 116:
Alabemos al
Señor; que junto con nosotros lo alaben todos los pueblos y naciones, pues su
amor y su fidelidad hacia nosotros son eternos. Efectivamente Dios nos ha
concedido, por medio del Pueblo Judío, al Salvador de la humanidad entera. En
Cristo todos tenemos abierto el camino que nos lleva al Padre; más aún: Jesús
es ese Camino. Ir tras las huellas de Cristo equivale a caminar en la
seguridad de poseer, de modo definitivo, los bienes eternos. Dios no sólo nos
quiere convertidos en una continua alabanza de su Santo Nombre; Él quiere que
la salvación que ofrece a la humanidad entera sea salvación nuestra, por haber
aceptado al Salvador en nuestra vida y por dejarnos transformar, día a día,
conforme a su Imagen, para gloria del Padre.
Evangelio:
Los discípulos
le dijeron con toda sencillez a Jesús: Señor, enséñanos a orar. (Lucas 11, 1-4)
De sus mismos labios aprendieron el Padrenuestro. Hay en estas peticiones “una
sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tan
grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una
de ellas” (San Juan Pablo II, Audiencia general) La primera palabra que
pronunciamos, por expresa indicación del Señor, es “Abba, Padre”. El mismo Dios
que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a nosotros, es un
Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos, débiles y con
frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con Él por toda la eternidad.
Hemos nacido para el Cielo. “Cuando llamamos a Dios Padre nuestro
tenemos que acordarnos que hemos de comportarnos como hijos de Dios” (San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor).
Cuando los
hijos hablan con sus padres se fijan en una cosa: transmitir en palabras y
lenguaje corporal lo que sienten en el corazón. Llegamos a ser mejores mujeres
y hombres de oración cuando nuestro trato con Dios se hace más íntimo, como el
de un padre con su hijo. De eso nos dejó ejemplo Jesús mismo. Él es el camino.
Y, si acudes a
la Virgen, maestra de oración, ¡qué fácil te será! De hecho, «la contemplación
de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece
de un modo especial (...). Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la
contemplación del rostro de Cristo» (San Juan Pablo II).
ORACIÓN FINAL:
Dios
todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en
oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen,
entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con
testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.