Siempre que celebramos la fiesta de algún apóstol nos
resulta muy sencillo entrar en la oración, pues orar es intimidad con Dios, y
estos hombres fueron llamados, antes que nada, para estar con Él.
De la mano de San Simón y San Judas nos adentramos en
Dios acompañados por María en este mes del Rosario.
El apóstol, además de un amigo, es un enviado de
Jesucristo. Un hombre llamado por Jesucristo para ser un testimonio vivo de su
mensaje redentor en el mundo. Por eso nosotros también sentimos este envío de
Jesús, pues la oración siempre nos hace misioneros.
Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con
Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los doce apóstoles del Señor.
Un día, venturoso para él, se encontró con la mirada
del Maestro y se convirtió sinceramente al Evangelio (Act. 21,20).
De todos los apóstoles, él es el menos conocido. La
tradición nos dice que predicó la doctrina evangélica en Egipto, y luego en
Mesopotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas.
En la lista de los apóstoles aparece ya al final,
junto a su compañero San Judas (cf. Mt. 10,3-4; Mc. 3,16,19; Lc. 6,13; Act.
1,13).
Simón es el Zelotes para distinguirle de Simón Pedro,
el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado Tadeo para distinguirle de
Judas el traidor. San Juan le llama expresamente "Judas, no el Iscariote".
San Judas aparece también en el Evangelio con un gran
celo apostólico. En la última cena, Jesucristo hace de sí mismo causa común con
su Padre. El que le ame a Él, será amado de su Padre celestial. Acaba el Señor
de proclamar el mandamiento nuevo. Y Judas siente que se le quema el alma de
caridad al prójimo, y no puede aguantarse: "Señor, ¿cómo ha de ser esto,
que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?" (Io. 14,22). La inefable
dulzura del amor a Jesucristo, el testimonio caliente de la revelación del
Verbo, tenía que penetrar el mundo entero. A través de estas palabras tímidas,
pero selladas con el marchamo inconfundible de un apóstol, descubrimos la
presencia de un alma grande y un corazón ancho.
Los evangelios no nos conservan de él ni una palabra
más. La tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y
a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas
fueron martirizados en Persia.
Imitando hoy a estos amigos de Jesús intensifiquemos
nuestra relación con el Maestro. Acabemos haciendo un coloquio con el Hijo, de
tal manera que inunde nuestro corazón, así podremos ser apóstoles también cada
uno de nosotros.