22 diciembre 2014. Lunes de la cuarta semana de Adviento – Puntos de oración

Quedan ya solo tres días. En tres días el Señor habrá llegado. El corazón, vibrando ya con la alegría de la Navidad exulta en cánticos de gozo con la Virgen María. Tras hacer la invocación al Espíritu Santo y poner el día en manos del Señor, nuestra oración podría consistir solo en esto: repetir una y otra vez el canto del Magníficat. Saborear cada una de sus palabras, detenernos en ellas para que nos revelen los designios de Dios para nuestras vidas.
Como propuesta comentaré algunas, pero cada uno se quede allá donde le toque el Señor, sin pasar adelante, para recibir la gracia que Dios quiera derramar sobre él.
“Proclama mi alma la grandeza de Dios. Los días de Navidad son unos días para alegrarse en el Señor, para festejar sus prodigios, la salvación que nos trae. Estamos a las puertas, hemos de ir empapando el corazón con esa alegría. Nos puede ayudar decirlo con María, poner nuestra mano sobre su vientre y sentir los movimientos del Niño ya maduro para el nacimiento. Adorar ese “sagrario virginal” en que la Grandeza de Dios se manifiesta a través de la debilidad y la dependencia.
“El poderoso ha hecho obras grandes por mí”. No es María quien ha logrado el prodigio de la concepción. No es un heroísmo voluntarista que carga con los sufrimientos que conlleva ser Madre Dios –la incomprensión de José ante su embarazo, el estar disponible para lo que Dios quiera- lo que admiramos en María. Es su dejarse hacer. Lo admirable de María, y que se reproduce en nuestras vidas, es que Dios actúa en ella. Nosotros somos testigos de esa acción. Y podemos seguir siendo testigos si acercándonos al misterio de Belén nos dejamos transformar en nuestros defectos, especialmente en aquello que más nos aparta cotidianamente de Dios. En Belén, Dios ablanda nuestro corazón y nos transforma.

“Auxilia a Israel su siervo acordándose de su misericordia”. Dios es fiel. Aunque nosotros caigamos, Él no pierde la esperanza, continúa confiando en nosotros. Aunque sigamos dejando hambrientos a los márgenes de nuestra vida, aunque nos comportemos a veces como poderosos, Él permanece fiel a su apuesta por nosotros. Aceptemos el sufrimiento que supone reconocer nuestro pecado, de vernos malvados en nuestro interior. Y vivamos ese sufrimiento de modo purificador: como algo que nos libera de nuestro enaltecimiento –somos “buenos” porque somos “buenos cristianos”– y nos hace poner la confianza en Dios para asumir desde Él los otros sufrimientos que no solemos afrontar por estar demasiado pendientes de nosotros mismos. Porque Él nos auxilia siempre.

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