Quedan ya solo
tres días. En tres días el Señor habrá llegado. El corazón, vibrando ya con la
alegría de la Navidad exulta en cánticos de gozo con la Virgen María. Tras
hacer la invocación al Espíritu Santo y poner el día en manos del Señor,
nuestra oración podría consistir solo en esto: repetir una y otra vez el canto
del Magníficat. Saborear cada una de sus palabras, detenernos en ellas para que
nos revelen los designios de Dios para nuestras vidas.
Como propuesta
comentaré algunas, pero cada uno se quede allá donde le toque el Señor, sin
pasar adelante, para recibir la gracia que Dios quiera derramar sobre él.
“Proclama mi
alma la grandeza de Dios”. Los días de Navidad son unos días para alegrarse en el
Señor, para festejar sus prodigios, la salvación que nos trae. Estamos a las
puertas, hemos de ir empapando el corazón con esa alegría. Nos puede ayudar
decirlo con María, poner nuestra mano sobre su vientre y sentir los movimientos
del Niño ya maduro para el nacimiento. Adorar ese “sagrario virginal” en que la
Grandeza de Dios se manifiesta a través de la debilidad y la dependencia.
“El poderoso
ha hecho obras grandes por mí”. No es María quien ha logrado el prodigio de la concepción. No es un
heroísmo voluntarista que carga con los sufrimientos que conlleva ser Madre
Dios –la incomprensión de José ante su embarazo, el estar disponible para lo
que Dios quiera- lo que admiramos en María. Es su dejarse hacer. Lo admirable
de María, y que se reproduce en nuestras vidas, es que Dios actúa en ella.
Nosotros somos testigos de esa acción. Y podemos seguir siendo testigos si
acercándonos al misterio de Belén nos dejamos transformar en nuestros defectos,
especialmente en aquello que más nos aparta cotidianamente de Dios. En Belén,
Dios ablanda nuestro corazón y nos transforma.
“Auxilia a
Israel su siervo acordándose de su misericordia”. Dios es fiel. Aunque nosotros caigamos,
Él no pierde la esperanza, continúa confiando en nosotros. Aunque sigamos
dejando hambrientos a los márgenes de nuestra vida, aunque nos comportemos a
veces como poderosos, Él permanece fiel a su apuesta por nosotros. Aceptemos el
sufrimiento que supone reconocer nuestro pecado, de vernos malvados en nuestro
interior. Y vivamos ese sufrimiento de modo purificador: como algo que nos
libera de nuestro enaltecimiento –somos “buenos” porque somos “buenos
cristianos”– y nos hace poner la confianza en Dios para asumir desde Él los
otros sufrimientos que no solemos afrontar por estar demasiado pendientes de
nosotros mismos. Porque Él nos auxilia siempre.