Hoy vamos a orar con la homilía de San Juan
Pablo II, pronunciada el día 8 de diciembre de 2004, en la concelebración
eucarística que presidió en la Basílica vaticana en la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María y 150º aniversario de la definición de
este dogma.
Fue la última homilía de su vida, en la
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, pues -como sabemos-
este santo falleció el día 2 de abril de 2005.
1. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
Con estas palabras del Arcángel Gabriel, nos
dirigimos a la Virgen María varias veces al día. Las repetimos hoy con
ferviente gozo, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, recordando aquel
8 de diciembre de 1854, cuando el beato Pío IX proclamó este admirable dogma de
la fe católica precisamente en esta Basílica vaticana.
Saludo cordialmente a cuantos hoy están aquí
reunidos, en particular a los representantes de la Sociedades Mariológicas
Nacionales, que han tomado parte en el Congreso Mariológico Mariano
Internacional, organizado por la Pontificia Academia Mariana.
Saludo también a todos vosotros, aquí
presentes, queridísimos hermanos y hermanas, que habéis venido a rendir filial
homenaje a la Virgen Inmaculada. Saludo de manera especial al señor cardenal
Camillo Ruini, a quien renuevo la felicitación más cordial por su jubileo
sacerdotal, expresándole toda mi gratitud por el servicio que con generosa
dedicación ha prestado y sigue prestando a la Iglesia como mi vicario general
para la diócesis de Roma y como presidente de la Conferencia Episcopal
Italiana.
2. ¡Qué grande es el misterio de la Inmaculada Concepción que la Liturgia
de hoy nos presenta! Misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira
la reflexión de los teólogos. El tema del Congreso ahora recordado --«María de
Nazaret acoge al Hijo de Dios en la historia»-- ha favorecido una
profundización de la doctrina de la concepción inmaculada de María como
presupuesto para la acogida en su vientre virginal del Verbo de Dios encarnado,
Salvador del género humano.
«Llena de gracia»: con este apelativo, según
el original griego del Evangelio de Lucas, el Ángel se dirige a María. Es este
el nombre con que Dios, a través de su mensajero, quiso calificar a la Virgen.
De esta forma Él la pensó y vio desde siembre, ab aeterno.
3. En el himno de la Carta a los Efesios, antes proclamado, el Apóstol alaba a Dios
Padre porque «nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en
los cielos, en Cristo» (1,3). ¡Con qué especialísima bendición Dios se dirigió
a María desde el inicio de los tiempos! ¡Verdaderamente bendita, María, entre
todas las mujeres (Cf. Lc 1,42)!
El Padre la eligió en Cristo antes de la
creación del mundo, para que fuera santa e inmaculada en su presencia en el
amor, predestinándola como primicia a la adopción filial por obra de Jesucristo
(Cf. Ef 1,4-5).
4. La predestinación de María, como la de cada uno de nosotros, es relativa
a la predestinación del Hijo. Cristo es aquella «estirpe» que «aplastaría la
cabeza» a la antigua serpiente, según el Libro del Génesis (Cf. Gn 3,15); es el
Cordero «sin mancha» (Cf. Ex 12,5; 1 P 1,19), inmolado para redimir la
humanidad del pecado.
En previsión de la muerte salvífica de Él,
María, su Madre, fue preservada del pecado original y de cualquier otro pecado.
En la victoria del nuevo Adán está también la de la nueva Eva, madre de los
redimidos. La Inmaculada es así signo de esperanza para todos los vivientes,
que han vencido a satanás por medio de la sangre del Cordero (Cf. Ap 12,11).
5. Contemplamos hoy a la humilde muchacha de Nazaret santa e
inmaculada en la presencia de Dios en la caridad (Cf. Ef 1,4), esa «caridad»
que en su fuente originaria es Dios mismo, uno y trino.
¡Obra sublime de la Santísima Trinidad es la Inmaculada
Concepción de la Madre del Redentor! Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus,
recuerda que el Omnipotente estableció «con un solo y mismo decreto el origen
de María y la encarnación de la divina Sabiduría» (Pii IX Pontificis Maximi
Acta, Pars prima, p. 559).
El «sí» de la Virgen al anuncio del Ángel se
sitúa en lo concreto de nuestra condición terrena, en humilde obsequio a la
voluntad divina de salvar la humanidad no desde la historia, sino en la
historia. En efecto, preservada libre de toda mancha de pecado original, la
«nueva Eva» se ha beneficiado de modo singular de la obra de Cristo como
perfectísimo Mediador y Redentor. Redimida en primer lugar por su Hijo,
partícipe en plenitud de su santidad, Ella es ya lo que toda la Iglesia desea y
espera ser. Es la imagen escatológica de la Iglesia.
6. Por esto la Inmaculada, que señala «el inicio de la Iglesia, esposa de Cristo sin mancha y sin
arruga, resplandeciente de belleza» (Prefacio), precede siempre al Pueblo de
Dios en la peregrinación de la fe hacia el Reino de los cielos (Cf. Lumen
gentium, 58; Enc. Redemptoris Mater, 2).
En la concepción inmaculada de María la
Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora
de la Pascua.
En el acontecimiento de la Encarnación encuentra
indisolublemente al Hijo y a la Madre: «al que es su Señor y su Cabeza y a la
que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de
esposa y madre» (Redemptoris Mater, 1).
7. A Ti, Virgen Inmaculada, por Dios predestinada sobre toda criatura como abogada de gracia y
modelo de santidad para su pueblo, renuevo hoy en modo especial la confianza de
toda la Iglesia.
Sé Tú quien guíe a sus hijos en la
peregrinación de la fe, haciéndoles siempre más obedientes y fieles a la Palabra
de Dios.
Sé Tú quien acompañe a cada cristiano en el
camino de la conversión y de la santidad, en la lucha contra el pecado y en la
búsqueda de la verdadera belleza, que es siempre huella y reflejo de la belleza
divina.
Sé Tú quien obtenga paz y salvación para todas
las gentes. Que el Padre eterno, que Te ha querido Madre inmaculada del
Redentor, renueve también en nuestro tiempo, por medio de ti, los prodigios de
su amor misericordioso. ¡Amen!