Oración preparatoria: hacemos la señal de la cruz y nos ponemos en la presencia de Dios.
Invocamos la ayuda del Espíritu Santo y rezamos mentalmente la oración
preparatoria de Ejercicios: “Señor, que todas mis intenciones, acciones y
operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de tu divina
majestad.” (EE 46)
1.
Petición. “Concédenos, Señor, la gracia de imitar a tu mártir san
Esteban y de amar a nuestros enemigos, ya que celebramos la muerte de quién
supo orar por sus perseguidores.” (Oración colecta de la misa).
2.
Puntos para orar: hoy, recién celebrada con gozo la fiesta de Navidad, la Iglesia nos
pone ante nuestros ojos la fiesta del protomártir San Esteban. Diácono de la
Iglesia de Jerusalén, hombre de buena fama, lleno de espíritu y de sabiduría,
Esteban era uno de los encargados de descargar a los apóstoles de la
preocupación por la administración de la Iglesia naciente y del “servicio
de las mesas”. Con el nombramiento de los siete diáconos se acabarían las
quejas por la falta de atención material a algunos miembros más desfavorecidos
de entre los hermanos. Y Esteban, que era hombre lleno de fe y de Espíritu
Santo intentó convencer en sus ratos libres a los judíos de la sinagoga de los
libertos que Jesús era el mesías esperado por el pueblo. Lleno de gracia y de
poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Esto suscitó
la envidia de los judíos, que eran incapaces de hacer frente a la sabiduría y
al espíritu con que hablaba Esteban. Llevado ante el Sanedrín, intentó
llevarles a completar la fe en el Dios de Israel, para que admitieran a Jesús
como el mesías. Y viendo la cerrazón de sus corazones y a pesar de la gracia y
del poder que se derramaba a través de su predicación aceptó la muerte y pidió
a Jesús, al que veía ya glorioso antes de morir, que aceptará su espíritu.
Imitando a Jesús en la cruz, en el momento justo antes de morir, pidió al Señor
con voz potente: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. El poder que
Dios da a Esteban no es un poder de destrucción sino un poder de construcción.
Si no puede convencerlos a través de su fogosa predicación, su sangre será
elocuente ante sus perseguidores. Saulo será quizá un fruto de esa elocuencia
cuando la visión misericordiosa del Señor le deje ciego en el camino de Damasco
poco después. Y con la muerte de Esteban se desataba la primera persecución
sobre la Iglesia naciente. Y esto fue motivo de que se dispersaran muchos
cristianos y la semilla de la Buena Nueva se difundiera por el resto de Judea y
Samaria. Considerar que, hoy en día, lo mismo que en la Iglesia primitiva, Dios
no abandona a su Iglesia. La ola de persecuciones que, en muchas partes del
mundo sufre la Iglesia, nos parecen males y lo son, pero en los planes de Dios,
no sabemos los bienes que puede traer aparejado tanto sufrimiento de los cristianos
perseguidos. El ejemplo de Esteban y de tantos hermanos nuestros, mártires
contemporáneos, son una llamada a ser fieles a Cristo en el ambiente, a veces
adverso, que nos toca vivir. Imitar a Esteban renunciando a todo tipo de
venganza o de malquerencia hacia nuestros enemigos. Perdonarles el mal que nos
hacen. Ser enemigos del mal que hacen pero imitar a Esteban en pedir a Dios por
ellos y por su conversión y el perdón de sus pecados.
3.
Para preparar el rato de oración de hoy
podemos leer el capítulo 7 del libro de los Hechos de los apóstoles donde se
narra el discurso, lleno de sabiduría y de elocuencia de Esteban ante sus
hermanos de sangre en el Sanedrín, así como su muerte. También podemos leer el
salmo 30 que nos pone la liturgia para este día.
4.
Unos minutos antes del final de la
oración: Diálogo con Jesús, Avemaría a la
Virgen.
5.
Examen de la oración: ver cómo me ha ido en el rato de oración. Recordar si he recibido
alguna idea o sentimiento que debo conservar y volver sobre él. Ver dónde he
sentido más el consuelo del Señor o dónde me ha costado más. Hacer examen de
las negligencias al preparar o al hacer la oración, pedir perdón y proponerme
algo concreto para enmendarlo.
6.
Repetir a lo largo del día: “Tú que eres mi roca y mi baluarte, por tu nombre dirígeme y
guíame” (Salmo 30, 4)