Comencemos nuestra oración poniéndonos
en la presencia de Dios y pidiendo al Espíritu Santo luz para entender y fuerza
para vivir lo que hoy las lecturas del día nos proponen.
La Virgen Madre, con su amor maternal,
en la víspera de su fiesta bajo la advocación de Fátima, nos ayudará a meditar
y vivir lo que hoy oramos.
Y es que, si la lectura de los Hechos de
los Apóstoles de ayer nos hablaba de éxito en la predicación y de tranquilidad
a la orilla del río, hoy nos habla de aparente fracaso, de persecución, de una
enorme paliza y de ser encarcelados. Pero, apaleados como están, Pablo y Silas
se ponen a cantar salmos en medio de la noche.
Hemos de seguir pidiendo luz para
entender y dejarnos conducir por Dios. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en una
situación parecida? Hace falta la fuerza del Espíritu, dejar que Él actúe en
nosotros, para actuar como Pablo y Silas. Eso es un verdadero testimonio de que
Dios está presente, la actitud de un cristiano que se deja conducir por el
Señor, sea donde sea, sin miedo al sufrimiento, al qué dirán, al asilamiento, a
la soledad.
Entonces se ven maravillas, de un tipo o
de otro. Un temblor de tierra mueve el edificio y se abren las puertas de la
cárcel, además de romper las cadenas de los presos. ¿Coincidencia o milagro?
Pero Pablo no se escapa, sino que se preocupa por el carcelero y le salva la
vida del suicidio.
Los frutos del sacrificio y de la
caridad vienen siempre, aunque no siempre el Señor deja que los veamos. Pero
esta vez sí: viene la conversión, la preparación del carcelero y su familia y
el bautismo de todos. Y al final, la fiesta. Una realidad y una enseñanza: el
fracaso por Cristo siempre se convierte en un bien.
Podemos relacionar esta escena de la
predicación de Pablo con el Evangelio de hoy, donde Jesús se sigue despidiendo
de sus discípulos. Ellos están tristes, y Jesús les consuela: les conviene que
se vaya, porque así podrá estar con ellos de otras muchas maneras; además
cuando se vaya, no les va a dejar solos, sino que les enviará el Espíritu
Consolador.
Nos hubiera gustado tener a Jesús “en
persona” en medio de nosotros; poder tocarlo, como Tomás el apóstol. Pero lo
tenemos presente de otras muchas maneras, quizás más eficaces. Él no nos ha
abandonado. Nos ha enviado el Espíritu para que nos acompañe, se hace presente
en la Iglesia, en los obispos, en la liturgia, en su Palabra.
Pero, sobre todo, tenemos la Eucaristía,
la presencia real y entrañable del mismo Cristo que se ha quedado como alimento
para nuestro camino diario.
Terminemos, por ello, nuestra oración en
diálogo personal con él. Podemos alabarle, darle gracias, pedirle las fuerzas
necesarias para poder llevarlo en la vida que hoy nos toca vivir y para saber
encontrarlo en los demás, sobre todo en los más necesitados.
Que María nos impulse a dejarnos llevar
por el Espíritu Santo, con plena disponibilidad, como los pastorcillos de
Fátima.