El evangelio de hoy nos invita a tener
un coloquio íntimo con Jesús a imitación del que tuvo Pedro a orillas del lago
Tiberíades. Podemos imaginarnos la escena: los discípulos vueltos a su tierra
de origen, ocupados con las labores de siempre, y de repente… la aparición de
Jesús y la pesca milagrosa. Cuando incluso tras la Resurrección los apóstoles
han vuelto a la rutina y la mediocridad, Jesús vuelve a sorprender y a cambiar
el curso de los acontecimientos para volverse a poner en el centro. Para que le
volvamos a poner en el centro.
En realidad, lo que busca no es otra
cosa que nuestro corazón. Por eso después de lo espectacular del milagro tiene
lugar una de las escenas más entrañables recogidas en los evangelios: la
conversación con Pedro, que todavía se siente lastrado por el pecado de la
negación. Nosotros también nos sentimos agobiados por el peso de muchos
pecados. No solo los cometidos, sino los que sospechamos que acabaremos
cometiendo por nuestra incapacidad para cambiar el rumbo de nuestra vida, de
dar un poquito más al Señor. A nosotros también se nos acerca a la orilla del
lago, de nuestro trabajo, de nuestro hogar familiar… De aquellas situaciones en
que más incapaces somos, menos sentido vemos o más dolorosas. La pregunta que
nos dirige, imaginémoslo hoy, ¿me amas? No una, sino tres veces.
Ante sus ojos. Sin miedo de clavar
nuestra mirada en la suya. A pesar de que no estamos a su altura él desea una
relación de amistad con nosotros. Y responder desde nuestro fuero interno,
desde la realidad de nuestra vida.
Y meditemos esa sugerencia final:
“Sígueme”. ¿Dónde Señor? ¿Cuál es tu camino en mi vida?