20 mayo 2015. Miércoles de la séptima semana de Pascua – Puntos de oración

Escribe Juan de Ávila que Dios nos habla por sus enviados en el Antiguo y Nuevo Testamento excepto en el Evangelio que nos habla directamente, por sí mismo. “Lo que en otras partes ha dicho, ha sido hablar él por boca de sus siervos; y lo que habló en la humanidad que tomó, hablólo  por  su propia persona.” (San Juan de Ávila).
Por eso entiendo que lo primordial de nuestra oración debe ser el reflexionar cada día el evangelio que la Iglesia nos propone, leerlo tranquilamente y ver que nos dice a nosotros en ese momento. Cuando salí de mi primera tanda de ejercicios con Abelardo, esa fue la oración que me propuso para lo sucesivo. Leer despacio cada día el evangelio y luego quedarme diez minutos reflexionándolo. Me ha llamado la atención que el Papa Francisco insista repetidamente en la misma práctica y casi con las mismas palabras.  Que receta tan sencilla para proponer a alguien que se inicie en el camino de la oración.
Abe nos advertía de un peligro. Recordando muchas veces una frase del racionalista Renán: “Jesús y yo nos conocemos muy bien, pero no nos tratamos”, nos animaba al “trato” en la oración. De tal manera que el conocimiento pasase de la cabeza al corazón y de este a la vida.  Dice Francisco que esta práctica nos va “permeando” y acabamos teniendo los mismos sentimientos que tuvo Jesús, como Pablo comentaba en sus cartas.
Para el “trato” es muy importante la disposición interior. El “traer los cinco sentidos” de Abelardo. Las palabras de este pasaje no fueron dichas en la cruz, pero los sentimientos debieron pasar una y otra vez por el corazón de Jesús en esos momentos. No sería herético recordar aquella  composición de lugar que describía  Abe, de situarnos a la misma altura de la cruz, para mirar desde allí a los Apóstoles que encomienda al Padre.
En este evangelio, Jesús pide al Padre por ellos para que los “guarde” (v.11-16) y  los “santifique” (v.17-19). 
Que los guarde en la unidad, “para que sean uno, como nosotros”. Yo me voy que soy el fundador. A mí alrededor salvo el tesorero, el resto habéis perseverado.   “Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición… Ahora voy a ti”.
Judas el tesorero, se pierde. Tiene un cargo y además un cargo peligroso: administrar el dinero. El cargo suele producir en nosotros una sensación de cierta autocomplacencia y si además manejamos dinero, acabamos creyéndonos con derecho a una “comisión” por las gestiones realizadas. Así empezó la caída de Judas y así se ha repetido muchas veces esta historia.
Pide por la unidad “que sean uno”. Como buen fundador deja claro a quien elige como sucesor. Él sabe que no tiene el mismo ascendiente el fundador que el sucesor del fundador, que se buscará un resquicio para justificar que el sucesor se equivoca y  aparecerán otros aspirantes al cargo y como consecuencia la desunión.  Así se ha repetido muchas veces esta historia.
“…el mundo los ha odiado porque no son del mundo”. El que adora los criterios del mundo y obra conforme a ellos, no acepta al que vive las bienaventuranzas, le repele, le resulta insoportable su presencia. Ahora bien: “No ruego que los retires del mundo”, ellos son la luz del mundo, la sal de la tierra, no se oculta la luz bajo el celemín y la sal está hecha para condimentar mezclándose con los alimentos, no para comerla sola.  Que no caigan en formas espiritualistas de egoísmo, de permanecer encerrado en sí mismo, que tengan capacidad de comunicarse, de diálogo, en definitiva: de condimentar.

Finalmente la santificación esta en consagrarse a la verdad, al Espíritu de la verdad que enviará, en aceptar en la teoría y en la practica la unción del Espíritu Santo que nos instruye y nos lleva a la verdad completa. Pidamos ayuda a la Madre para en adelante, empezar a vivir según nos enseña el evangelio.

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