Ofrecemos
nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón Inmaculado de Santa
María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos, alegrías y sufrimientos.
Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por las que se inmola
continuamente sobre los altares.
Nos encontramos entre dos fiestas que marcan el final y
comienzo del año litúrgico, la Solemnidad de Cristo Rey y el primer Domingo de
Adviento, tiempo que nos prepara a celebrar la venida del Salvador. La
proximidad de la Fiesta de la Navidad nos tiene que ir calentando el corazón
con esa alegría de recordar que pronto celebraremos la alegría de nuestra
salvación. Vendrá el que salva.
Las lecturas de la misa de hoy tienen un matiz
apocalíptico, en el sentido de que se nos da una revelación de esperanza, no de
pesadumbre y oscuridad. La primera lectura del profeta Daniel es una esperanza
al pueblo de Israel. Los reinos poderosos, violentos y opresores pasarán. El
sufrimiento que han dejado, brotará en esperanza. Pueblos del hierro, del
bronce, de la plata y el oro. Los metales son signos de poder, de fortaleza y
de violencia. Aún hoy en día, los metales siguen representando la opresión y la
violencia, el oro y el acero, el poder y la opresión de los poderosos. Esa
piedra que cae rodando y destroza los reinos del metal, del poder y la
opresión, es el Reino de Dios, un reino de esperanza, que nunca será destruido.
La última frase del profeta Daniel en la lectura de hoy es contundente: “El
sueño tiene sentido, la interpretación es cierta”. Después de más de dos mil
años de esta visión, con la objetividad y visión que nos ha dejado la historia,
lo podemos confirmar. La interpretación es cierta. El nuevo Reino de Dios ha
llegado a través de Jesucristo para instaurarse en nuestro mundo. Un Reino de
pobreza y humildad, de gente sencilla y que sufre pero, a pesar de ello, el
Reino perseverará, la Iglesia de Dios ya no tendrá fin. Perseguida, golpeada,
humillada, torturada pero perseverante, apoyada en el Señor.
Precisamente hoy celebramos la fiesta de San Andrés
Dung-Lac, presbítero, y compañeros, mártires, pertenecientes al pueblo de
Vietnam. Vietnam recibió la fe en el siglo XVI. Pero no tardó en llegar la
persecución. En los tres siglos sucesivos vinieron tiempos de sufrimiento, con
edictos de persecución decretados por los que tiranizan a los puebles, donde se
calculan que fueron martirizados alrededor de 130.000 hombres, obispos,
sacerdotes, misioneros, laicos. Españoles, franceses, pero en su mayoría
vietnamitas. Podemos decir que “estos son los que vienen de la gran
tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del
Cordero" (Apoc 7, 13-14)”. Para los cristianos debe de ser un honor toda
esa multitud de hombres que, a lo largo de la historia, siguen consolidando,
con su entrega confiada en el Señor, los cimientos de la Iglesia. ¡Qué grande
es la Iglesia, por su sufrimiento, por su entrega, por la sangre de sus
mártires! Sangre de mártires, semilla de nuevos cristianos. Gente humilde y
sencilla que tuvieron la fe y la gracia para dar su vida sabiendo que lo que
dejan y desprecian poca cosa es comparado con el poder ser acogidos en el Reino
de Dios. La gracia de la salvación eterna.
Pues nos ponemos junto a la Virgen en este tiempo de
espera que ya pronto comenzaremos. Los que soñáis y esperáis, la buena nueva,
abrid las puertas al Niño, que está muy cerca…