Es muy clásico y muy bueno el libro
“CARTAS DE NICODEMO”. Es una vida de Jesús en forma de un relato que hace
Nicodemo. El autor se imagina que en su casa se celebró la Pascua y ahora se
reunían en allí para prepararse a la llegada del Paráclito. Su descripción de
la noche vigilia de Pentecostés es muy sugerente.
El sueño nos
cerraba los párpados, pero tratábamos de vencerlo a toda costa. Recitábamos los
salmos a coro. Repetíamos una y otra vez la oración que Él mismo nos había
enseñado: «Venga a nosotros tu reino...» Este reino hubiera tenido que venir
junto con el Consolador. La noche pasaba sobre nuestras cabezas, pesada como
aquella noche de Pascua. Fue una noche de lucha. Forcejeamos, pensé, como Jacob
con el ángel y como Él cuando solo, en el fondo del huerto, forcejeaba con el
Padre.
Pero nosotros
éramos solamente hombres. Incluso Ella, la madre de Dios, era una persona
humana. Resistíamos solos... Pero, ¿era verdad que estábamos solos? En la
estancia éramos unas cuantas personas, rezando fervientemente, pero nuestra
pobre oración, que en algunos momentos se convertía en un soñoliento susurro,
parecía reforzada por millares de voces, como si a nuestro lado muchas más
estuvieran rezando. A pesar de esto, ningún día habíamos rezado tan mal,
Recitábamos los salmos con el resto de nuestras fuerzas y de nuestra atención.
A cada momento alguno de nosotros, balanceándose y a punto de caer, se quedaba
dormido. Las rodillas quemaban. Cada partícula de polvo se clavaba en ellas a
modo de un punzón. La noche parecía interminable. Me rebelaba en mi interior y
me preguntaba: ¿tendremos que rezar así hasta la mañana? Con impaciencia, casi
con enojo la miraba. Pero Ella comenzaba un salmo después de otro. Viendo
nuestros rostros pálidos por el esfuerzo, nos animaba con una sonrisa
«Aún más, hijos, un poco más aún.
Perseverad...”
Volvíamos a nuestro balbuceo, nos lanzábamos en la oración como en un río cuya
orilla todavía está lejos. Después de un esfuerzo así ya no queda en el hombre
nada, como si se lo hubiera arrancado todo, como si hubiese perdido toda la
sangre. La luz de las lámparas disminuía. Su resplandor se extinguía sustituido
por la claridad del día.
Las tinieblas
cedían. Por fin el primer rayo de sol cayó sobre la pared.
Era débil,
rosado, suave, pero aumentaba en potencia a cada momento como una planta que se
aferra a un pedazo húmedo de tierra. Aumentaba en potencia, en claridad, en
destellos dorados.
Seguíamos
orando. La pared de enfrente parecía estar ardiendo.
Estaba como
incandescente y hería los ojos con sus oleadas de resplandor. Nos escocían los
párpados. Mis fuerzas se estaban agotando. Dejé caer una mano y me apoyé en el
suelo con la punta de los dedos. Me parecía que mis rodillas eran una sola
herida; como si me hubieran cortado los pies y tuviera que apoyarme en dos
sangrientos muñones.
De pronto,
Miriam se irguió, alzó la cabeza y abrió los brazos.
Ahora parecía el
sumo sacerdote en el momento en que ofrece la víctima y espera el fuego que
caerá desde arriba para consumir la ofrenda. Decía algo en voz baja.
Interrumpimos las oraciones. La mirábamos como hechizados. Entonces...
Algo se desplomó
entre nosotros. Algo cayó desde arriba como una invisible masa de fuego y
poder... La sensación es como la que se tiene cuando se avecina un huracán, nos
parece que alguien como un gigante invisible ha entrado en nuestro círculo;
primero se queda allí, impaciente, y luego comienza a debatirse, a golpear
ciegamente, a dar coces, a pegar. No se trata de alguien bueno; es un ser
maligno que descarga en nosotros su ira, un loco capaz de pisotearnos para
satisfacer su furia...
Pero el gigante
al que ahora sentíamos llegar no venía airado.
Cayó sobre
nosotros como un cálido torbellino, mas contuvo su fuerza para no quemamos. Era
alguien misericordioso que tenía presente nuestra debilidad. Entró en la
estancia a modo de un gran pájaro cuyas alas rozan los rostros y producen un
inquietante rumor, pero cuyo vuelo es tranquilo y seguro. Volaba sobre nosotros
describiendo invisibles círculos, cada vez más bajo, más bajo, hasta que se
posó sobre nuestras cabezas. Hubiera podido aplastarnos, lo sentíamos
claramente, pero no lo hizo. Sólo nos tocaba ligeramente con un contacto
amoroso. Unas lenguas de fuego cruzaban el aire, se detenían sobre nuestras
frentes y penetraban en nuestra mente. Lo que estaba ocurriendo afuera se
vertía en nuestro interior.
Tragábamos el
viento y él llegaba hasta nuestros corazones y nuestros cerebros quemándonos la
boca como el carbón los labios de Isaías. Nos aniquilaba, pero de un modo que
nos hacía desear este aniquilamiento. Éramos como una mujer dispuesta a morir
en brazos del amante. De pronto nos dimos cuenta de que todos estábamos
gritando. Así debe de gritar el niño cuando abandona el seno materno.
El poder que se
había posado sobre nosotros, a pesar de su bondad, nos estaba destrozando. Si
hubiera durado mucho, habríamos dejado de existir. Su beso bastaba para obligar
el hombre a salirse de los lazos de su propia voluntad. Un poco más y
hubiéramos sido convertidos en llamas y cruzado el espacio como flores
separadas de sus tallos. Pero aquel tremendo soplo se desvanecía ya. Nos tocó
como una caricia capaz de convertir un trozo de arcilla en un cuerpo palpitante
de vida y se fue desvaneciendo. Del poder que nos había traspasado quedó algo
en nosotros. Cuando nos levantamos, gritando aún, teníamos los mismos cuerpos
de antes, necesitados de comida y bebida, y las rodillas deshechas, pero
nuestra miseria era como la jaula de una llama capaz de quemar la tierra
entera. Nuestro equilibrio interno desapareció no sé cómo. Sentíamos la
necesidad de gritar porque había en nosotros más de lo que podíamos encerrar en
nuestro cuerpo. Estábamos de pie, en semicírculo, como antes habíamos estado de
rodillas, impacientes, dispuestos a marcharnos en seguida. Nuestra voluntad se
estaba quemando como una pira rociada de aceite. No supimos ver al punto que lo
que había aparecido en nosotros era nuestro propio ser, sólo que, de pronto,
sorprendentemente maduro. ¡Comprendí lo que significa volver a nacer! Él tenía
razón: no es necesario volverse niño.
Volver a nacer
significa nacer en el acto, ya en toda la plenitud de nuestras posibilidades.
Nosotros, las personas, traemos al mundo criaturas que en su día podrán llegar
a ser algo. Dios crea al acto gigantes que arrancan las puertas de una ciudad y
derrotan al ejército enemigo con una quijada de asno. ¡Oh, Justo, cuántas
cuestiones se me hicieron claras de improviso! También supe qué estaba
gritando.
Gritaba la
sabiduría del mundo y ellos, a mi lado, hacían lo mismo.
Pero no creas
que de pronto me haya vuelto muy sabio. ¡No, no! Yo sólo sé lo que necesito
saber. El camino a seguir se me aparece recto y bien trazado. Sé dónde he de ir
y qué he de hacer. Lo sé todo y poseo los medios necesarios para hacerlo.
¡Ay de mí, si no los empleara! ¡Pero iré...! ¡Iré! ¿Es que podría quedarme?
Ninguno de nosotros podría quedarse ahora...
Salimos de la
casa corriendo. Vimos una aglomeración de gente.