15 mayo 2016. Domingo de Pentecostés (Ciclo C) – Puntos de oración

Es muy clásico y muy bueno el libro “CARTAS DE NICODEMO”. Es una vida de Jesús en forma de un relato que hace Nicodemo. El autor se imagina que en su casa se celebró la Pascua y ahora se reunían en allí para prepararse a la llegada del Paráclito. Su descripción de la noche vigilia de Pentecostés es muy sugerente.
El sueño nos cerraba los párpados, pero tratábamos de vencerlo a toda costa. Recitábamos los salmos a coro. Repetíamos una y otra vez la oración que Él mismo nos había enseñado: «Venga a nosotros tu reino...» Este reino hubiera tenido que venir junto con el Consolador. La noche pasaba sobre nuestras cabezas, pesada como aquella noche de Pascua. Fue una noche de lucha. Forcejeamos, pensé, como Jacob con el ángel y como Él cuando solo, en el fondo del huerto, forcejeaba con el Padre.
Pero nosotros éramos solamente hombres. Incluso Ella, la madre de Dios, era una persona humana. Resistíamos solos... Pero, ¿era verdad que estábamos solos? En la estancia éramos unas cuantas personas, rezando fervientemente, pero nuestra pobre oración, que en algunos momentos se convertía en un soñoliento susurro, parecía reforzada por millares de voces, como si a nuestro lado muchas más estuvieran rezando. A pesar de esto, ningún día habíamos rezado tan mal, Recitábamos los salmos con el resto de nuestras fuerzas y de nuestra atención. A cada momento alguno de nosotros, balanceándose y a punto de caer, se quedaba dormido. Las rodillas quemaban. Cada partícula de polvo se clavaba en ellas a modo de un punzón. La noche parecía interminable. Me rebelaba en mi interior y me preguntaba: ¿tendremos que rezar así hasta la mañana? Con impaciencia, casi con enojo la miraba. Pero Ella comenzaba un salmo después de otro. Viendo nuestros rostros pálidos por el esfuerzo, nos  animaba con una sonrisa «Aún más, hijos, un poco más aún.
Perseverad...” Volvíamos a nuestro balbuceo, nos lanzábamos en la oración como en un río cuya orilla todavía está lejos. Después de un esfuerzo así ya no queda en el hombre nada, como si se lo hubiera arrancado todo, como si hubiese perdido toda la sangre. La luz de las lámparas disminuía. Su resplandor se extinguía sustituido por la claridad del día.
Las tinieblas cedían. Por fin el primer rayo de sol cayó sobre la pared.
Era débil, rosado, suave, pero aumentaba en potencia a cada momento como una planta que se aferra a un pedazo húmedo de tierra. Aumentaba en potencia, en claridad, en destellos dorados.
Seguíamos orando. La pared de enfrente parecía estar ardiendo.
Estaba como incandescente y hería los ojos con sus oleadas de resplandor. Nos escocían los párpados. Mis fuerzas se estaban agotando. Dejé caer una mano y me apoyé en el suelo con la punta de los dedos. Me parecía que mis rodillas eran una sola herida; como si me hubieran cortado los pies y tuviera que apoyarme en dos sangrientos muñones.
De pronto, Miriam se irguió, alzó la cabeza y abrió los brazos.
Ahora parecía el sumo sacerdote en el momento en que ofrece la víctima y espera el fuego que caerá desde arriba para consumir la ofrenda. Decía algo en voz baja. Interrumpimos las oraciones. La mirábamos como hechizados. Entonces...
Algo se desplomó entre nosotros. Algo cayó desde arriba como una invisible masa de fuego y poder... La sensación es como la que se tiene cuando se avecina un huracán, nos parece que alguien como un gigante invisible ha entrado en nuestro círculo; primero se queda allí, impaciente, y luego comienza a debatirse, a golpear ciegamente, a dar coces, a pegar. No se trata de alguien bueno; es un ser maligno que descarga en nosotros su ira, un loco capaz de pisotearnos para satisfacer su furia...
Pero el gigante al que ahora sentíamos llegar no venía airado.
Cayó sobre nosotros como un cálido torbellino, mas contuvo su fuerza para no quemamos. Era alguien misericordioso que tenía presente nuestra debilidad. Entró en la estancia a modo de un gran pájaro cuyas alas rozan los rostros y producen un inquietante rumor, pero cuyo vuelo es tranquilo y seguro. Volaba sobre nosotros describiendo invisibles círculos, cada vez más bajo, más bajo, hasta que se posó sobre nuestras cabezas. Hubiera podido aplastarnos, lo sentíamos claramente, pero no lo hizo. Sólo nos tocaba ligeramente con un  contacto amoroso. Unas lenguas de fuego cruzaban el aire, se detenían sobre nuestras frentes y penetraban en nuestra mente. Lo que estaba ocurriendo afuera se vertía en nuestro interior.
Tragábamos el viento y él llegaba hasta nuestros corazones y nuestros cerebros quemándonos la boca como el carbón los labios de Isaías. Nos aniquilaba, pero de un modo que nos hacía desear este aniquilamiento. Éramos como una mujer dispuesta a morir en brazos del amante. De pronto nos dimos cuenta de que todos estábamos gritando. Así debe de gritar el niño cuando abandona el seno materno.
El poder que se había posado sobre nosotros, a pesar de su bondad, nos estaba destrozando. Si hubiera durado mucho, habríamos dejado de existir. Su beso bastaba para obligar el hombre a salirse de los lazos de su propia voluntad. Un poco más y hubiéramos sido convertidos en llamas y cruzado el espacio como flores separadas de sus tallos. Pero aquel tremendo soplo se desvanecía ya. Nos tocó como una caricia capaz de convertir un trozo de arcilla en un cuerpo palpitante de vida y se fue desvaneciendo. Del poder que nos había traspasado quedó algo en nosotros. Cuando nos levantamos, gritando aún, teníamos los mismos cuerpos de antes, necesitados de comida y bebida, y las rodillas deshechas, pero nuestra miseria era como la jaula de una llama capaz de quemar la tierra entera. Nuestro equilibrio interno desapareció no sé cómo. Sentíamos la necesidad de gritar porque había en nosotros más de lo que podíamos encerrar en nuestro cuerpo. Estábamos de pie, en semicírculo, como antes habíamos estado de rodillas, impacientes, dispuestos a marcharnos en seguida. Nuestra voluntad se estaba quemando como una pira rociada de aceite. No supimos ver al punto que lo que había aparecido en nosotros era nuestro propio ser, sólo que, de pronto, sorprendentemente maduro. ¡Comprendí lo que significa volver a nacer! Él tenía razón: no es necesario volverse niño.
Volver a nacer significa nacer en el acto, ya en toda la plenitud de nuestras posibilidades. Nosotros, las personas, traemos al mundo criaturas que en su día podrán llegar a ser algo. Dios crea al acto gigantes que arrancan las puertas de una ciudad y derrotan al ejército enemigo con una quijada de asno. ¡Oh, Justo, cuántas cuestiones se me hicieron claras de improviso! También supe qué estaba gritando.
Gritaba la sabiduría del mundo y ellos, a mi lado, hacían lo mismo.
Pero no creas que de pronto me haya vuelto muy sabio. ¡No, no! Yo sólo sé lo que necesito saber. El camino a seguir se me aparece recto y bien trazado. Sé dónde he de ir y qué he de hacer. Lo sé todo y poseo los  medios necesarios para hacerlo. ¡Ay de mí, si no los empleara! ¡Pero iré...! ¡Iré! ¿Es que podría quedarme? Ninguno de nosotros podría quedarse ahora...

Salimos de la casa corriendo. Vimos una aglomeración de gente.

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